Sombras de Redención

Ella

Jack

Por fin era capaz de ver en persona lo que podía hacer MT. Y sí, era peor de lo que imaginé. Mucho peor. Tenía la cabeza hecha un desastre, no sabía qué pensar ni qué sentir, y el simple hecho de recordar a Miranda me revolvía el estómago. Le dije lo peor que se le puede decir a alguien… pero ¿cómo se supone que reacciona uno cuando ve a su mejor amiga tirada en un charco de sangre, con parte de su pierna separada del resto de su cuerpo?
La situación me sobrepasaba en todos los sentidos. Sé que soy un soldado y estoy acostumbrado a ver cosas así todos los días, pero esto… no era cualquier persona. Era alguien con quien había vivido años, y lo peor es que la persona que provocó todo fue aquella a la que amo. No creo que eso me haga débil, pero sí me deja inútil ante esto.
Ya han pasado un par de días desde el incidente y sigo sin hacer nada. Ni siquiera quiero intentar hacerlo. Me es imposible ir a ver a Miranda, y menos aún acercarme al lugar donde pasó todo.
Es contradictorio incluso para mis propios principios que, aun sabiendo lo que Miranda hizo, todavía la quiera… todavía la ame. Muy en el fondo sigue siendo parte de mí. Aunque lo haya trabajado en terapia, no deja de ser así. Todo lo que viví con ella fue real, mucho más real que cualquier cosa en mi vida. Y eso no se extingue solo porque uno quiera.
No he logrado dormir ni un minuto. No solo por las pesadillas, sino porque apenas cierro los ojos veo su sonrisa, siento sus besos, su tacto, su olor, esa mirada cálida que me perseguía hasta en los días buenos. Y lo peor: cada recuerdo me hace desearla más. Me hace sentir que no voy a aguantar mucho más lejos de ella.
—¿Jack? —la voz de mi terapeuta me arrastra de vuelta. July. Pelirroja, piel trigueña, bajita.
—¿Sí? —respondo, sacudiendo la cabeza para volver del todo a la realidad.
—Te preguntaba qué ves en tus pesadillas.
Lo pienso un momento.
—Casi todas son de cuando vi a Kaila muerta. Y… me dice que esto es mi culpa por no seguir el protocolo. Que nunca me va a perdonar por lo que pasó. —Ella asiente y anota algo en su libreta.
—¿Tú crees que tiene razón? —me mira inclinándose hacia adelante.
Asiento y aparto la mirada. Hablar de esto siempre me rompe algo por dentro. Aun así, trago el nudo de la garganta y respondo:
—Supongo que sí. Esto pasó porque estaba enojada. Ella casi nunca pide una tortura, pero esa vez lo hizo. Y por ese enojo que yo provoqué… terminó… muerta. —La voz se me corta, inevitable.
—No te tortures por lo que pasó, Jack —dice suavemente—. No fue tu culpa. Ya casi se nos acaba el tiempo, pero quiero que vayas a un lugar que te transmita paz y digas en voz alta todo lo que tengas dentro. Suéltalo al viento. Hazlo cuantas veces quieras y me cuentas cómo te va.
Nos levantamos y nos damos la mano. Camino hacia afuera y el sol en la piel me hace estremecer. El mundo se siente demasiado vivo para lo muerto que me siento por dentro.
Empiezo a caminar hacia la casa de mis padres. No soy un niño, pero es el único lugar que me queda como “seguro”. No tengo nada mejor que hacer, y sé que a mi mamá le va a alegrar verme, aunque probablemente no le guste verme así. Igual sigo caminando y la llamo para avisarle.
Apenas le digo que voy, pega un grito de emoción.
Tardo veinte minutos en llegar al transporte, y luego conduzco mi auto. Manejar es uno de los pocos placeres que me quedan; en las misiones casi siempre toca ir a pie y en silencio. En cambio, aquí puedo pensar… o no pensar.
Tres horas de curvas y rectas después, llego a un pueblo pequeño en la entrada de la ciudad. Suficientemente lejos de todo, suficientemente tranquilo.
Aparco frente a la casa. La conozco de memoria: tres plantas, pintura beis con toques negros, puertas y ventanas de roble, cortinas que no dejan ver nada hacia dentro. El mismo refugio de siempre.
Camino por el sendero de piedra rodeado de flores, toco el timbre y, en un segundo, mi mamá abre la puerta. Relativamente alta, cabello negro con algunas canas, ojos brillantes de emoción. Sonríe. Yo intento imitarla como puedo.
Me abraza, fuerte. Le agradezco el gesto… aunque el nudo sigue allí, sin moverse.
—Cariño, qué guapo estás —me besa la mejilla—. Cinco años sin verte y al fin vienes. Seguro Kaila te tiene muy ocupado.
Mi cara se arruga sin que pueda evitarlo. Ese nombre me cae como hielo en la espalda.
—Tu padre no está, pero hice comida. ¿Quieres comer?
Asiento rápido, antes de que pueda seguir hablando de cosas que no quiero recordar.
Entramos. La casa huele igual que siempre: vainilla, comida casera, un poco de nostalgia. A mi mamá le fascina la aromaterapia.
Voy directo a la cocina y me siento en el primer lugar libre. Ella hablará sin parar, eso lo sé, así que prefiero aprovechar para comer tranquilo mientras pueda.




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