Sombras de Sangre

Capítulo 2 – La Jaula Dorada

El sonido de los disparos aún resonaba en los pasillos del club cuando Adrián bajó las escaleras con Lucía tomada del brazo. No había tiempo para explicaciones, ni para consuelos. Afuera, las luces de los autos se reflejaban en los charcos, y los gritos de los guardaespaldas se mezclaban con el rugido de los motores.

—¡Sáquenla de aquí! —ordenó, con la voz firme pero controlada.

Lucía apenas podía respirar. Sentía el pulso en los oídos, el frío en las manos, el miedo en los huesos. No entendía quién disparaba, ni por qué. Solo recordaba el peso de Adrián sobre ella, cubriéndola cuando el cristal estalló.

—¿Quiénes son? —preguntó entre sollozos—. ¿Por qué me disparan?

Adrián no respondió. Solo la empujó hacia un auto negro que esperaba en la puerta trasera. Subieron, y el vehículo arrancó a toda velocidad por una calle estrecha del puerto.

Dentro del auto, el silencio era denso.
Lucía miraba por la ventana, tratando de reconocer algún lugar, pero las luces de la ciudad parecían girar a su alrededor como si todo se moviera más rápido de lo que podía procesar.

—No puedes volver a tu casa —dijo él finalmente, con la mirada fija al frente.
—¿Qué? ¡No! Yo tengo que irme, tengo un hermano que—
—No —la interrumpió, seco, tajante—. Si te ven contigo, lo matarán a él también.

Lucía sintió un nudo en el estómago. Las lágrimas amenazaban con salir, pero se contuvo.
—Yo no hice nada… solo entregué un sobre.

Adrián giró la cabeza, su expresión era una mezcla de ira y algo más… preocupación.
—Y ese sobre era un mensaje de muerte. Alguien te usó para llegar a mí.

El auto se detuvo frente a una mansión a las afueras de la ciudad. Alta, silenciosa, con muros de piedra y ventanales oscuros. No era una casa: era una fortaleza.

El guardia abrió la puerta. Adrián bajó primero, luego tendió la mano para ayudarla.
Lucía lo miró dudando, pero aceptó. Su mano era cálida, firme, segura.

—Bienvenida al único lugar donde no te matarán… todavía —murmuró él, con esa voz baja que parecía una amenaza y una promesa al mismo tiempo.

Adentro, el aire olía a madera, cuero y café recién hecho. Todo era elegante, impecable, pero sin vida.
Adrián le indicó una habitación.
—Dormirás aquí. No abras la puerta a nadie. Si necesitas algo, pide a Rosa.

—¿Y mañana? —preguntó ella, aún temblando—. ¿Me dejarás ir?
Él la miró con una sonrisa sin humor.
—Mañana veremos si sigues viva, Lucía.

Esa noche no durmió. Escuchaba pasos, murmullos, el sonido de puertas cerrándose. Afuera, la tormenta seguía cayendo, golpeando los ventanales como si quisiera entrar.
En su cabeza solo había preguntas: ¿quién era realmente ese hombre? ¿por qué la miraba con tanta intensidad? ¿por qué, a pesar del miedo, sentía que podía confiar en él?

A la mañana siguiente, un golpe en la puerta la sobresaltó. Era Rosa, una mujer de unos cincuenta años, amable pero discreta.
—El señor Moretti la espera en el comedor —dijo con respeto.

Lucía bajó, aún con el mismo vestido húmedo del día anterior. Cuando entró, Adrián estaba sentado frente a una taza de café y el periódico. Llevaba una camisa blanca remangada, el primer botón desabrochado, y el cabello ligeramente desordenado.
Parecía un hombre normal. Pero no lo era.

—Siéntate —ordenó, sin levantar la vista.

Ella obedeció. El silencio entre ambos era una cuerda a punto de romperse.

—He averiguado quién te envió el sobre —dijo finalmente, dejando el periódico a un lado—. Trabajaba en el café donde tú estás. Lo encontraron muerto esta mañana.

Lucía palideció.
—¿Muerto? ¡Dios mío! Yo… yo no sabía—
—Lo sé. Por eso sigues viva.

Adrián se inclinó hacia ella, sus ojos la perforaban.
—Escúchame bien, Lucía Ferraro. Desde el momento en que entraste a mi vida, te convertiste en un objetivo. No por lo que sabes, sino por lo que vieron: una mujer que estuvo junto a Adrián Moretti durante un ataque. Eso basta para que quieran eliminarte.

Ella lo miró, asustada pero firme.
—Entonces… ¿me estás protegiendo?
Él sonrió apenas, con esa sonrisa que no llegaba a los ojos.
—No lo hago por ti. Lo hago porque no me gusta que usen a gente inocente para enviarme mensajes.

Pero algo en su tono la hizo dudar.
Había una sombra en su mirada, un cansancio que no era solo enojo.

Durante los días siguientes, Lucía permaneció en la mansión.
Rosa le llevaba comida, y Marco, el guardaespaldas, la vigilaba a distancia.
A veces veía a Adrián en el jardín, hablando por teléfono o caminando bajo la lluvia. Siempre solo. Siempre serio.

Una noche, al bajar a la cocina por agua, lo encontró en el salón, sentado frente al fuego, con una copa de whisky en la mano.
No la vio entrar al principio. Ella lo observó en silencio, con curiosidad.

—No puedes dormir —dijo él sin mirarla.
—No. No estoy acostumbrada a lugares tan… grandes.
—O tan vacíos —respondió él, con voz baja.

Lucía se acercó lentamente.
—No pareces un hombre malo, Adrián.
—Eso es porque no sabes lo suficiente.

Ella sonrió con tristeza.
—Entonces enséñame a no tener miedo.

Él la miró por primera vez aquella noche.
Sus ojos se cruzaron, y el tiempo pareció detenerse.
Adrián dejó la copa sobre la mesa, se levantó y se acercó a ella.

—El miedo es lo único que te mantiene viva en este mundo, Lucía —susurró, deteniéndose a un paso de distancia—. No lo pierdas nunca. Ni siquiera conmigo.

Su respiración se mezcló con la de ella. Por un instante, ninguno se movió.
Luego, él se apartó, tomando aire, como si pelear contra sí mismo fuera más difícil que enfrentarse a una bala.

—Vuelve a tu habitación —ordenó suavemente—. Mañana hablaremos.

Lucía lo obedeció, pero al subir las escaleras, una certeza se instaló en su pecho:
por más que lo negara, Adrián Moretti también tenía miedo.
Y no de la muerte, ni de sus enemigos… sino de ella.



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En el texto hay: suspenso, romance acción mafia, drama crimen

Editado: 23.10.2025

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