Sombras de Sangre

Capítulo 8 – “Entre la Tormenta y el Fuego”

El viento azotaba las ventanas con una furia casi animal. La villa crujía bajo el peso de la lluvia, como si la propia casa advirtiera que algo estaba por estallar. Adrián se movía en silencio, con el arma lista, mientras Lucía trataba de calmar la respiración. A su alrededor, la oscuridad parecía viva.
—No te separes de mí —repitió él en voz baja.
Lucía asintió, apretando el abrigo contra su pecho. Sentía que cada trueno marcaba el pulso del peligro.

Desde el pasillo se escuchó un golpe. Luego, otro. Adrián giró el rostro hacia la escalera, levantando la pistola. Las sombras se movían con rapidez, y entonces el primer disparo rompió la calma. El vidrio de la ventana estalló en mil fragmentos.
—¡Al suelo! —gritó él, empujándola detrás de una columna.
El sonido del metal y la lluvia se mezcló con el rugido del fuego cuando una bala alcanzó una lámpara, esparciendo chispas por todo el salón.

Adrián respondió con precisión letal, cada disparo dirigido con instinto más que pensamiento. Pero eran muchos. Al menos seis hombres rodeaban la casa, y entre los relámpagos se alcanzaban a ver los destellos de sus armas.
Lucía, temblando, trató de mantener la calma. Recordó las palabras de Raffaele: “Si lo tocan, el mundo arderá.”
—Adrián —susurró—, tenemos que salir.
—No —replicó él con voz firme—. Si huimos, nos cazan. Si los enfrentamos, al menos decidimos cómo termina esto.

Una explosión los sacudió. El lado derecho de la villa estalló en fuego. Lucía gritó cuando el calor la golpeó de lleno. Adrián la cubrió con su cuerpo, arrastrándola hacia la cocina.
—Hay una salida por detrás —dijo él.
—No te dejaré solo —contestó ella, mirándolo con determinación.
Por un segundo, entre el caos, se miraron a los ojos. No había tiempo para promesas, pero todo lo que no habían dicho estaba allí.
Adrián le acarició el rostro con la mano manchada de sangre. —Eres lo único que me mantiene cuerdo.

Lucía sintió que el mundo se detenía, justo antes de escuchar pasos. Tres hombres irrumpieron en la cocina. Adrián reaccionó con una velocidad sobrehumana, derribando a uno y disparando al segundo. Pero el tercero logró alcanzarlo con un golpe en el costado. La pistola cayó al suelo.
Lucía, sin pensarlo, tomó un cuchillo del mostrador y lo clavó en el brazo del atacante. El grito del hombre se mezcló con el estruendo del trueno. Adrián recuperó su arma y lo abatió de un disparo.
El silencio volvió, roto solo por la respiración agitada de ambos.

—Lucía… —dijo él, mirándola incrédulo—.
—Te dije que no te dejaría —respondió ella, con la voz quebrada pero firme.
Por primera vez, Adrián no supo qué decir. Solo la abrazó, fuerte, como si ese contacto pudiera borrar el horror a su alrededor.

El fuego comenzaba a devorar la madera. Adrián sabía que debían irse, pero algo en el escritorio le llamó la atención: un sobre, medio quemado, con el sello de Ricci. Lo abrió con manos temblorosas. Dentro, una carta escrita por Elena.
"La sangre Moretti se purificará en fuego. Si lees esto, hermano, ya es tarde. Yo tengo lo que tú jamás tendrás: poder y fe."
El corazón de Adrián se detuvo un segundo. Sabía lo que significaban esas palabras: Elena no solo había traicionado a la familia, había iniciado algo mucho más grande. Un movimiento. Una guerra.

Lucía lo vio quedarse inmóvil, con el papel entre los dedos.
—¿Qué dice?
—Dice que el fuego era solo el comienzo —respondió, con la mirada vacía.
En ese momento, un disparo rompió el silencio y atravesó la ventana. Adrián cayó de rodillas, con la mano sobre el costado. Lucía gritó y corrió hacia él, presionando la herida.
—¡No, no, no… mírame! —le rogó—. ¡No cierres los ojos!
Él sonrió con un gesto doloroso. —No es profundo… pero tenemos que irnos.

Con esfuerzo, se levantó. Lucía lo ayudó a avanzar por el pasillo entre el humo y el fuego. Afuera, la tormenta los envolvía. Corrieron hasta el coche, empapados, respirando con dificultad. Cuando por fin arrancó el motor, la villa explotó detrás de ellos, iluminando el cielo con una llamarada roja.
Lucía lo miró, jadeando. —No puedes seguir perdiendo sangre así.
—He perdido cosas peores —murmuró él, y luego, más bajo—. Pero no a ti.

Condujeron sin rumbo por las colinas hasta que el fuego quedó atrás. Adrián detuvo el coche bajo un puente, respirando con dificultad. Lucía se movió rápido, presionando la herida con un pañuelo.
—Déjame hacerlo —le pidió.
Él la observó, con los ojos oscuros, llenos de algo más que dolor.
—No sabes lo que haces al quedarte conmigo, Lucía. Todo lo que toco termina roto.
—Entonces rómpeme —dijo ella sin apartar la mirada—, pero no me dejes.

Las palabras la sorprendieron a ella misma, pero ya no había vuelta atrás. Adrián la miró un instante largo, y luego la besó. No fue un beso suave ni calculado. Fue un beso desesperado, lleno de fuego y miedo, de todo lo que no se habían atrevido a decir desde Nápoles.
Afuera, la tormenta seguía rugiendo, como si el cielo quisiera borrar su pecado.

Cuando se separaron, Lucía apoyó la frente contra la suya. —Dime que vamos a sobrevivir.
Adrián exhaló, agotado, y respondió con una verdad que dolía: —No lo sé. Pero juro que moriría antes de dejar que te toquen.
Lucía cerró los ojos, sintiendo que el destino los había unido en el peor y más perfecto de los momentos.

Sin embargo, mientras hablaban, un dron negro sobrevoló el puente, sus luces parpadeando. Adrián lo vio reflejado en el parabrisas.
—Nos encontraron otra vez —susurró.
Encendió el motor. Lucía se giró, viendo cómo el cielo se iluminaba con luces rojas que se acercaban.

Roma los llamaba de nuevo.
Y la guerra apenas comenzaba.



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En el texto hay: suspenso, romance acción mafia, drama crimen

Editado: 12.11.2025

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