Sombras de Sangre

Capítulo 12 – Parte II: Fuego en la Sangre

El amanecer llegó oculto detrás de una lluvia fina. En los túneles, el murmullo del agua se confundía con el leve sonido de una respiración tranquila. Adrián despertó primero, con la espalda rígida y la mente alerta. Tardó unos segundos en recordar dónde estaba. La penumbra, la humedad, el olor a moho… y luego, el rostro dormido de Lucía, apoyado sobre su brazo.

La observó en silencio. En medio de tanto caos, ella dormía con una calma que lo desarmaba. Una paz imposible en el mundo que él conocía. Por un instante, quiso quedarse así. Sin amenazas, sin huir, sin sangre. Solo ese silencio.

Pero la realidad volvió como un golpe. Se incorporó con cuidado y revisó su arma, el cargador, el reloj. Todo estaba en orden, excepto su cabeza.
Lucía se movió apenas y abrió los ojos, adormecida.
—¿Cuánto dormí?
—Lo suficiente para que me preocuparas —dijo él, sin girar del todo—. Pensé que no volverías a despertar.
Ella sonrió con suavidad. —Tienes una forma rara de preocuparte.
—Es la única que conozco.

Se quedaron en silencio unos segundos, escuchando el eco lejano de la ciudad sobre sus cabezas. Afuera, la policía buscaba cuerpos. Elena había difundido que Adrián había muerto en la explosión, pero él sabía que no duraría mucho. La mujer era demasiado astuta para creer en rumores.

Lucía se acercó un poco. —¿Qué harás ahora?
Adrián guardó su arma y la miró de frente. —Encontrarla.
—¿Y luego?
—Terminar lo que empecé.

Su voz sonó firme, pero Lucía vio el cansancio detrás de esa máscara de acero.
—No puedes seguir cargando con todo tú solo —dijo—.
—No tengo otra opción.
—Sí la tienes. Tienes a alguien.
Él la observó sin responder. Había una sinceridad en su mirada que lo hizo retroceder un paso. Nadie le hablaba así desde hacía años. Nadie se atrevía.

Ella bajó la mirada, nerviosa. —No sé qué soy en todo esto, Adrián. Solo sé que desde que te conocí, no puedo ignorar lo que siento.
Él respiró hondo, como si esas palabras pesaran demasiado. Se acercó lentamente, con una cautela casi dolorosa.
—No digas eso —susurró—. Mi mundo no tiene lugar para sentimientos.
—Entonces habrá que abrir un espacio.

El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier confesión. Adrián extendió una mano y rozó su mejilla, apenas.
Lucía no se movió. No hubo prisa, ni palabras, solo el peso de lo que ambos sabían y no se atrevían a nombrar.
El roce se volvió caricia, y por un instante, todo lo que habían perdido —la calma, la confianza, la inocencia— pareció regresar en ese contacto silencioso.

Ella apoyó la frente contra su pecho, y él la rodeó con los brazos, cerrando los ojos.
—No me dejes —murmuró ella.
—No pienso hacerlo —respondió él.

Pasaron los días escondidos en los túneles, alimentándose de lo poco que encontraban. A veces escuchaban pasos sobre sus cabezas; otras, solo el silencio. Adrián salía de noche a buscar suministros y regresaba con noticias. Cada vez que lo veía regresar, Lucía sentía cómo la vida le volvía al cuerpo.

Pero una tarde, algo cambió. Adrián regresó con un sobre en la mano.
—Lo encontré en un viejo punto de contacto. Alguien lo dejó con mi nombre.
Lucía lo observó mientras él abría el sobre. Dentro había una foto vieja, en blanco y negro.
Un hombre de traje, al lado de un joven Adrián… y, detrás de ellos, una niña con trenzas.

Lucía sintió un escalofrío.
—Esa… esa soy yo.
Adrián levantó la vista, sorprendido. —¿Qué dijiste?
—Esa soy yo —repitió, con la voz quebrada—. Pero no lo entiendo. Yo no te conocía.

Adrián tomó la foto, mirándola más de cerca. El hombre que estaba junto a él era Arturo Duarte, el padre de Lucía.
Un hombre al que creía muerto hacía más de diez años.
—Tu padre… —susurró Adrián—. Él trabajó para mi familia. Para los Moretti.
Lucía retrocedió, como si las palabras la hubieran golpeado.
—Eso no puede ser cierto.
—Era el contador personal de mi padre. Desapareció con información que podría haber destruido a toda la organización. Elena lo mandó matar, pero nunca encontraron el cuerpo.

El silencio se volvió insoportable.
Lucía negó con la cabeza, las lágrimas contenidas. —Mi padre murió en un accidente de coche.
—Eso fue lo que te hicieron creer —respondió Adrián, con la voz baja pero firme—. Elena lo mandó desaparecer. Y ahora entiendo por qué te persigue: cree que tú sabes dónde están los documentos que él robó.

Lucía sintió que el mundo se le desmoronaba. Cada recuerdo, cada palabra de su infancia, cobraba un nuevo sentido. Su padre no era el hombre tranquilo que decía ser. Había vivido una doble vida… y ella era la última pieza del rompecabezas.

Adrián la miró, y por primera vez, no supo si debía protegerla o temerle.
Lucía se apartó, llevándose las manos al rostro. —Toda mi vida ha sido una mentira.
Él dio un paso hacia ella. —No. Has sido la única verdad en medio de toda esta mierda.
—¿Y si lo que buscan está en mí? —susurró, mirándolo—. ¿Y si siempre fui parte de su juego?

Adrián la tomó del rostro con ambas manos. —Entonces acabaremos el juego juntos.

Ella lo miró, con lágrimas mezcladas con rabia. —No tienes idea de lo que estás diciendo.
—Sí la tengo —dijo él, sin dudar—. Porque si te pierdo, Rossy, pierdo también lo último que me queda de humanidad.

Lucía lo abrazó con fuerza, sintiendo el temblor en su voz.
Y entre las sombras húmedas de aquel refugio, dos verdades se entrelazaron:
la del pasado que los unía sin saberlo, y la del presente que los condenaba a seguir juntos, aunque el mundo se derrumbara a su alrededor.

Afuera, Elena Moretti observaba desde la ventana de un yate anclado frente a la costa. En sus manos, sostenía una copia de la misma fotografía.
—Así que era verdad —dijo en voz baja—. La hija del traidor está viva.
Sonrió con una calma helada. —Entonces el siguiente movimiento… será mío.



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En el texto hay: suspenso, romance acción mafia, drama crimen

Editado: 27.11.2025

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