La lluvia había cesado sobre Génova, pero el aire aún conservaba el olor a sal y tormenta. En los túneles subterráneos, Adrián encendió una vela improvisada que proyectó sombras inquietas sobre las paredes húmedas. Lucía estaba sentada frente a él, los ojos rojos por el llanto y la confusión acumulada en los últimos días.
La fotografía descansaba entre ambos, como un fantasma tendido sobre la roca.
—Mi padre… ¿tú crees que realmente…?
—No lo creo —la interrumpió Adrián con voz grave—. Lo sé.
Lucía cerró los ojos, como si quisiera escapar de esa realidad.
Adrián quiso tocarla, pero aún no estaba seguro de si debía hacerlo. Ella estaba herida en un lugar donde él no podía alcanzar.
—Tu padre fue un hombre inteligente —continuó—. Si desapareció con esos documentos, sabía lo que hacía.
—¿Y si yo… si yo también fui parte del plan?
—Lucía —Adrián se inclinó hacia ella, obligándola a mirarlo—. No eras más que una niña. Tu padre intentó protegerte. Eso lo sé.
Ella lo sostuvo la mirada, temblando.
Había algo nuevo en sus ojos: miedo, sí… pero también una decisión que antes no estaba ahí.
—Entonces debo saber la verdad —dijo finalmente—. Sobre él. Sobre mí. Sobre lo que Elena quiere.
—Y lo harás —respondió Adrián—. Pero no sola.
El silencio se quebró con un ruido en la distancia. Un eco metálico, apenas perceptible, pero suficiente para que el cuerpo de Adrián entrara en alerta.
Se puso de pie en un segundo, agarró su arma y levantó la mano para que Lucía guardara silencio.
Ella obedeció.
Los pasos se volvieron más claros.
—Nos encontraron —susurró Adrián.
Adrián apagó la vela de un golpe y tomó a Lucía por la muñeca.
—Corre.
Ambos avanzaron por el túnel oscuro, guiados solo por el sonido del agua corriendo y los ecos de voces al fondo.
—¡Separarlos! ¡Él no puede escapar! —gritó una voz masculina.
Lucía sintió el pánico subirle por la garganta. Era real. Los tenían rodeados.
Adrián tiró de ella, girando hacia un corredor lateral.
—Mantente detrás de mí. Pase lo que pase.
—No voy a dejarte —respondió ella.
—No es el momento de discutir.
De pronto, un haz de luz los apuntó desde atrás.
—¡Ahí están!
Adrián empujó a Lucía hacia una compuerta vieja.
—Entra.
—¿Y tú?
—¡Entra, Lucía!
Ella obedeció, gateando por el estrecho pasadizo mientras Adrián se quedaba atrás, disparando para cubrirla. Las balas chocaban contra la piedra, levantando polvo y pequeños fragmentos de roca.
Lucía salió al otro lado jadeando. Cuando Adrián entró tras ella, su brazo sangraba.
—¡Estás herido!
—No importa. Sigue.
Pero las voces se acercaban cada vez más.
El túnel desembocaba en una escalera de hierro que subía hacia una rejilla metálica. Adrián la forzó, empujándola con el hombro.
La rejilla cedió, pero la lluvia entró como un golpe frío.
—Arriba —dijo él—. Rápido.
Salieron a una calle estrecha entre dos edificios antiguos. La noche era oscura, y las lámparas apenas iluminaban los charcos.
Adrián la tomó del brazo.
—Vamos hacia el puerto. Tengo un contacto allí.
Pero antes de que diera un paso, un disparo resonó a pocos metros.
La bala impactó cerca de sus pies.
Lucía gritó.
Adrián se giró y vio a tres hombres bloqueando la salida del callejón.
Y detrás de ellos…
Elena Moretti, vestida de negro, impecable incluso en la lluvia.
—Vaya, vaya… —dijo ella caminando despacio—. El fantasma resultó estar vivo después de todo.
Su mirada se clavó en Adrián primero, como si quisiera atravesarlo con los ojos.
Luego en Lucía.
—Y tú… eres más valiosa de lo que imaginaba. El parecido es innegable.
Lucía retrocedió, apretando los labios.
—¿Qué quieres de mí?
—Lo mismo que tu padre me arrebató —respondió Elena con una sonrisa gélida—. Pero tú ya lo sabes, ¿verdad?
Lucía sintió un escalofrío recorrerle la columna.
Adrián avanzó un paso, interponiéndose entre ambas.
—Si la tocas, te juro que…
—¿Que qué, Adrián? —Elena rió suavemente—. ¿Que me vas a matar?
Levantó las cejas con falsa sorpresa.
—No has podido hacerlo ni una sola vez.
Los hombres a su alrededor levantaron sus armas.
Lucía tragó saliva.
Adrián apretó el arma, respirando hondo.
—Dame a la chica —ordenó Elena—. Y te permitiré vivir hasta mañana.
Lucía sintió el mundo detenerse.
Adrián respondió sin dudar:
—No.
Elena suspiró.
—Entonces mueran juntos.
Los hombres apuntaron.
Adrián tomó a Lucía de la cintura y la empujó hacia el suelo justo cuando los disparos llenaron el callejón. Ambos rodaron detrás de un contenedor metálico.
—¡Lucía, no te muevas! —gritó él.
Pero ella vio algo que él no:
Una salida lateral, un callejón angosto entre dos edificios.
—¡Adrián!
—¡Quédate detrás!
Ella lo agarró del brazo.
—Confía en mí.
—¿Qué?
—Confía en mí, por una vez.
Él apretó la mandíbula. Dudó. Era la primera vez que cedía terreno en una situación así.
Pero la miró a los ojos y supo que lo decía en serio.
—Está bien. Ve.
—No. Vamos juntos.
Ella tomó su mano.
Y, sin aviso, Lucía corrió hacia el callejón lateral, arrastrándolo con ella.
Las balas rozaron las paredes mientras escapaban.
El callejón desembocaba en un pequeño pasadizo que rodeaba un edificio abandonado.
Ambos se escondieron detrás de unas maderas viejas, respirando agitados.
—Lucía, ¿qué demonios haces?
—No voy a dejar que te maten por mí.
—Eso ya lo decidí yo.
—Pues ahora decido yo también.
Adrián iba a responder, pero ella levantó el rostro y lo miró fijamente.
Sus ojos estaban llenos de miedo, pero también de determinación.
—Adrián… si Elena me quiere, si necesita algo que tengo… no vas a enfrentarla solo. No otra vez.