El silencio que siguió a la destrucción de la criatura no trajo alivio. Era un silencio tenso, palpitante, como si la casa entera estuviera esperando el precio que debía pagarse por lo que Lucía había hecho. Las velas parpadeaban sin viento alguno, las sombras vibraban débilmente en los rincones, y un olor metálico flotaba en el aire, como el rastro de una tormenta que todavía no terminaba de estallar.
Lucía respiraba con dificultad, todavía ardiendo por dentro. La energía que había liberado no era algo que su cuerpo pudiera contener sin consecuencias; sentía su piel sensible, el pulso acelerado, como si algo dentro de ella siguiera expandiéndose sin pedir permiso. Adrián se mantuvo a su lado, su mano firme en la espalda de ella, intentando darle estabilidad antes de que se desplomara.
—Ven, siéntate —dijo con voz baja pero firme, guiándola hacia la mesa.
Lucía se dejó llevar, aunque sus piernas parecían no responderle del todo. Cuando se dejó caer en la silla, el eco de la explosión luminosa todavía vibraba en sus huesos. Adrián se arrodilló frente a ella, sosteniendo sus manos, examinándola con una mezcla de miedo y asombro. Sus ojos recorrían cada centímetro de su rostro como si buscara señales de daño, o peor… señales de que ella ya no era la misma.
—Dime cómo te sientes —pidió, y esa simple frase llevaba una carga emocional que la hizo tragar saliva.
—Como si… —Lucía cerró los ojos— como si algo dentro de mí hubiera despertado y no supiera cómo volver a dormirlo.
Adrián tensó la mandíbula. La idea de que ella estuviera sufriendo por algo que él no podía controlar o evitar lo consumía por dentro. Le acarició el cabello, apartando un mechón que le caía sobre la mejilla.
—Lo que hiciste fue… —buscó palabras durante un segundo— imposible. Nunca había visto nada así.
Lucía lo miró fijamente.
—Tú tampoco deberías haber visto eso —susurró—. Ni estar aquí cuando “eso” vuelva a ocurrir.
Adrián clavó las manos en los brazos de la silla, a cada lado de ella, acercándose tanto que su respiración les rozaba los labios.
—Ni lo pienses. No voy a irme. Ni ahora, ni después.
Ella quería discutir, quería decirle que esa luz, ese poder, era algo que ni siquiera los ancianos de su linaje habían entendido por completo. Pero Adrián tenía esa mirada, esa obstinación tan suya que mezclaba protección con deseo, y la dejó sin argumentos.
—Esa cosa que entró… —él continuó, sin apartar su mirada— no vino sola. Fue enviada. Tú lo sabes.
Lucía asintió lentamente.
—Elena.
Ese nombre cayó entre ellos como un peso. Adrián apretó los puños.
—Entonces no podemos quedarnos aquí esperando. Necesitamos adelantarnos. Necesitamos saber qué quiere realmente. Por qué ahora. Por qué tú.
Lucía tragó saliva porque esa era la pregunta que la había atormentado desde que todo empezó. ¿Por qué Elena la había marcado como objetivo? ¿Qué veía en ella que ni Lucía entendía de sí misma?
Antes de responder, un crujido resonó en el piso superior. Ambos se tensaron, pero esta vez no era una criatura. Era humano. Pasos lentos, cuidadosos, pero vivos. Adrián se levantó de inmediato, tensando el cuerpo como si estuviera listo para otro ataque. Lucía, aunque todavía temblaba, sintió su energía concentrarse, lista para defenderlo. Sin embargo, cuando la figura descendió por las escaleras, ambos se quedaron inmóviles.
Era Salvador.
El mentor que había desaparecido. El hombre que todos creían muerto después de haber fallado en detener a Elena la primera vez. Su cabello estaba más largo, su rostro más delgado, marcado por sombras profundas. Pero sus ojos, esos ojos que siempre transmitían sabiduría, ahora estaban teñidos de urgencia… y de advertencia.
—Llegué tarde —dijo con voz ronca—. La criatura ya estuvo aquí.
Lucía se levantó de golpe.
—Salvador… ¿cómo escapaste?
El hombre soltó una risa amarga.
—No escapé. Elena me dejó marchar cuando ya no necesitaba lo que yo sabía.
Adrián entrecerró los ojos.
—¿Y qué era eso?
Salvador bajó la mirada, como si confesara un pecado.
—Información sobre ella. Sobre Lucía.
La temperatura en la sala descendió de golpe. Lucía sintió un nudo en el estómago.
—¿Qué… información? —preguntó, temiendo la respuesta.
Salvador levantó la mirada, clavando sus ojos en los de ella.
—Elena no quiere destruirte, Lucía. Quiere completarte.
Adrián dio un paso adelante.
—¿Completarla? ¿Qué demonios significa eso?
Salvador respiró hondo, como si estuviera desenterrando algo prohibido.
—El poder que llevas dentro… no es un accidente. No nació de ti, sino de un ritual antiguo. Un ritual incompleto. Elena fue parte de ese ritual. Y tú… —se volvió hacia Lucía con un dolor profundo— tú eres la pieza que falta.
Ella palideció.
Adrián apretó los dientes.
—No. Ella no va a tocarla —dijo con un tono tan oscuro que hizo que la casa entera pareciera contener la respiración.
Salvador continuó:
—Lucía puede destruirla… o unir su poder al de ella. Elena piensa que todavía tiene tiempo. Pero cuando Lucía desató su luz esta noche… el ritual se reactivó. Elena lo sintió. La conexión se fortaleció.
Lucía sintió que el mundo giraba bajo sus pies.
—¿Qué significa eso? —susurró—. ¿Qué va a pasar ahora?
Salvador cerró los ojos.
—Que Elena vendrá por ti más rápido de lo que imaginan. Y cuando lo haga… no vendrá sola. Vendrá con todo lo que ha estado reuniendo durante años.
Adrián caminó hasta ponerse junto a Lucía, rozando su mano para tranquilizarla.
—Entonces que venga. Esta vez no nos va a encontrar huyendo.
Salvador negó con la cabeza.
—No entienden. Ella no vendrá a matarte, Lucía. Vendrá a tomar lo que cree que es suyo. Y si te toca… si te atrapa… no habrá forma de traer de vuelta lo que quede de ti.
Lucía sintió un escalofrío recorrerle la columna.
Adrián tomó su rostro entre sus manos, obligándola a mirarlo directamente.