La tormenta había menguado apenas, pero no lo suficiente como para dejar de oír el golpeteo insistente sobre el techo semidestruido de la cabaña. Lucía y Adrián apenas habían tenido un segundo para procesar lo ocurrido cuando el eco del disparo lejano volvió a sacudirlos. Adrián se acercó a la ventana rota, aunque sin mostrar el brazo herido; el dolor lo estaba apuñalando, pero se negaba a reconocerlo.
—Adrián… —susurró Lucía detrás de él—. Necesitas que vea tu brazo.
—No ahora —respondió él, sin mirarla—. No sabemos si seguirán cerca.
Lucía frunció el ceño. La herida sangraba demasiado. El corte era profundo y la chaqueta mojada lo había empeorado. Aun así, se acercó a él y le tomó la muñeca suavemente, forzándolo a girarse.
—Adrián —insistió, con firmeza inesperada—. Te necesito vivo, ¿entiendes? No puedes protegerme así.
Esas palabras hicieron que él la mirara con un impacto silencioso, como si algo dentro de él se aflojara por primera vez en años. No discutió. No esta vez.
Lucía lo llevó cerca de la mesa rota y buscó entre los restos del botiquín que él había usado antes. Sus manos temblaban un poco, pero no por miedo: por el peso de la responsabilidad, por la cercanía, por la forma en que él la observaba en silencio.
—Te duele… —murmuró ella mientras limpiaba la sangre del corte.
—He pasado por cosas peores —respondió él, con un intento de sonrisa.
—Eso no lo hace menos importante —lo reprendió—. Eres humano, Adrián.
Él la miró con una mezcla de incredulidad y ternura.
Tan pocas personas le recordaban eso.
Cuando Lucía acercó una venda a su piel, Adrián inhaló al sentir el contacto de sus dedos.
—Lucía… —empezó, pero ella lo interrumpió.
—No hables. Sí, lo sé… no deberías tocarme, ni mirarme así, ni dejarme curarte. Todo lo tengo claro. Pero estoy aquí.
Él la observó en silencio. Y aunque no lo dijera, ese estoy aquí lo había atravesado más que cualquier bala.
Cuando terminó de vendarlo, Adrián se puso de pie, acercándose más de lo necesario. Lucía sintió su respiración sobre la frente, la tensión viva entre ambos.
—Lucía —dijo él, con voz baja—. Elena no mintió sobre todo.
Ella abrió los ojos de par en par.
—¿Qué quieres decir?
Adrián miró hacia la puerta rota, como si el nombre del traidor estuviera escondido entre las sombras.
—Hay alguien… alguien muy cercano —confesó—. Alguien que conozco desde hace años. Alguien que, si realmente está vendiendo información, significa que hará cualquier cosa por dinero… o por venganza.
Lucía sintió un escalofrío.
—¿Quién?
Él no respondió de inmediato.
Era como si decirlo en voz alta confirmara un miedo que llevaba tiempo evitando.
Finalmente exhaló.
—Marco.
Lucía frunció el ceño.
—¿Tu mano derecha? ¿Tu mejor amigo?
—El mismo —dijo Adrián, con una rabia contenida que quemaba—. Pero no puedo acusarlo solo por la palabra de Elena.
—¿Y si tiene razón? —preguntó Lucía, sintiendo una mezcla de alarma y desesperación—. Adrián, si él te traicionó… si sabe dónde estamos… puede venir en cualquier momento.
Él asintió, tensando la mandíbula.
—Lo sé. Por eso tenemos que irnos.
Lucía se quedó en silencio unos segundos. Estaba cansada, empapada, temblando. Pero la determinación en los ojos de Adrián le dio fuerza. No importaba a dónde fueran: mientras estuvieran juntos, ella no se alejaría.
Adrián se acercó al armario derrumbado donde tenía un compartimiento secreto. Abrió un panel falso y sacó dos armas adicionales, municiones y un teléfono nuevo. Lucía lo observaba en silencio, entendiendo un poco más de su mundo.
Ese hombre no improvisaba. Ese hombre siempre estaba preparado para la guerra.
Cuando terminaba de guardar todo en una mochila resistente, Lucía preguntó:
—¿A dónde iremos?
Él se giró, mirándola directamente a los ojos.
—A mi casa real. No este refugio. La casa donde tengo mis archivos, mis cámaras, mis códigos. Donde puedo descubrir si Marco… o alguien más… me vendió.
Lucía asintió.
Pero antes de que pudieran moverse, el sonido de un motor se detuvo frente a la cabaña.
Ambos se tensaron.
Adrián sacó su arma. Lucía sintió un latido ensordecedor dentro del pecho.
—Quédate detrás de mí —ordenó Adrián.
Los pasos se acercaron.
Crujidos de ramas.
Sombras moviéndose bajo la lluvia.
La puerta se abrió lentamente, rechinando.
Adrián apuntó de inmediato.
Y entonces, una figura empapada apareció en el umbral.
Marco.
Lucía sintió cómo el aire desaparecía de la habitación.
Adrián no bajó el arma.
Marco levantó las manos.
—Hermano… venía a buscarte.
El silencio fue un filo afilado.
La tensión podía romperse con una mirada.
—¿Cómo supiste que estaba aquí? —preguntó Adrián, con la voz más fría que Lucía le había escuchado jamás.
Marco tragó saliva, nervioso.
—Me avisaron que estabas en peligro. Vine solo. Elena estuvo aquí, ¿verdad? Escuché disparos. Tenía que—
—Contesta. La. Pregunta. —escupió Adrián, acercándose un paso.
Los ojos de Marco se movieron de Adrián a Lucía… y luego otra vez a Adrián.
Fue un segundo.
Un detalle mínimo.
Pero suficiente para que Adrián lo notara.
Lucía también lo vio.
Ese segundo de reconocimiento.
Ese nerviosismo extraño.
Ese “no debería estar ella aquí” marcado en la mirada.
Adrián apretó el gatillo sin disparar.
—Marco —dijo, con una calma más peligrosa que cualquier grito—. Te lo voy a preguntar una vez más.
Se acercó tanto que los rostros quedaron a solo un palmo.
—¿Cómo supiste que yo estaba aquí?
Marco tembló. Solo un poco. Pero para Adrián fue la confirmación que necesitaba.
—Yo… —balbuceó—. Yo solo quería ayudar.
Lucía sintió su respiración cortar.