Sombras de tinta

undécimo: el laberinto de la escritoria II

La luz de la luna y el zumbido del aire acondicionado me arrullan en la noche más calurosa del año. Puedo escuchar claramente los latidos acelerados de mi corazón mientras intento concentrarme en el esplendor de la luna, con la esperanza de lograr unas horas de sueño antes del amanecer.

Han pasado cuatro noches desde que llegué y, en ninguna he dormido. Los días transcurren de manera lenta, los mismos autos pasan y los perros ladran a los dos gatos del barrio cuando los ven desde la ventana. El sofocante calor quema mis regordetes cachetes a pesar de estar dentro la casa y, el cuello se me inunda de sudor. Lucho para espantar los enormes mosquitos que dejan un ardor en la piel que solo pueda ser calmado con el alcohol que atesoro en la mesita de noche.

Con la soledad como compañera y una habitación blanca con olor frutal, recuerdo como de niña daba saltos por las calles y rodaba en la bicicleta rosada que me obsequió mi madre a los ochos años. Los otros niños de la cuadra me retaban a hacer carreras hasta la casa del viejo Rafael. El octogenario detestaba a los infantes y a sus travesuras que terminaban con sus flores arrancadas o destruidas con las llantas. En retrospectiva, eso era parte de nuestros juegos: molestar al pobre anciano que terminaba dando las quejas a los agotados padres de los pequeños monstruos que le hacían la vida imposible.

Mi abuela, delgada como un palillo, solía amonestarme por molestar al viejo Rafael y me obligaba a entrar a la casa para tomar una ducha y cenar antes de que mi madre llegará del trabajo. Cada vez que nos sentábamos a la mesa, me contaba alguna anécdota de su juventud o relataba historias que había aprendido de sus padres, siempre llenas de sabiduría y con mensajes que daban vueltas en mi cabeza por días. 0

– Ser amado por la luna es que te conceda un deseo– me dijo una vez mientras comíamos. En ese momento, no entendía por qué decía eso ni la fuerza detrás de sus palabras. ¿Por qué la luna, en su lejanía e independencia, se importaría por los anhelos de una niña?

En esta noche calurosa, y con el alma en soledad, recito mi deseo más profundo, ese anhelo secreto que consume mis entrañas y teje telarañas en mi mente. No lo vocalizo. Repito el deseo como un mantra hasta cansarme. Y, por milagro celestial, cierro los ojos hasta el siguiente día.




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