El viento frío golpeaba mi cara mientras sostenía la maleta con ambas manos. Frente a mí se alzaba una casa de madera, alta y robusta, con la pintura desgastada por los años. No era un hogar perfecto, pero de alguna forma parecía invitarme a empezar de nuevo.
Respiré hondo. El aire olía a pino húmedo y tierra mojada, muy distinto al aroma sofocante de la ciudad. Por primera vez en mucho tiempo, sentí un alivio extraño en el pecho, como si el silencio del lugar pudiera curar algo dentro de mí.
—¿Piensas quedarte ahí parada todo el día? —La voz masculina me tomó por sorpresa.
Me giré y lo vi. Apoyado contra la baranda del porche, con los brazos cruzados y una mirada que parecía atravesarme de lado a lado. Tenía el cabello oscuro, un poco desordenado, y unos ojos grises que reflejaban la misma tormenta que yo llevaba por dentro.
—Perdón… ¿esta es la casa de alquiler? —pregunté, intentando sonar segura, aunque mi voz temblaba.
—Sí, pero no esperaba compañía. —Su ceja se arqueó con una mezcla de fastidio y desconfianza.
Lo miré sin entender.
—¿Compañía?
—Supongo que olvidaron decirte que no vas a vivir sola —respondió él con un suspiro cansado—. Yo soy Adrian. Y esta también es mi casa.
El suelo pareció desmoronarse bajo mis pies. Todo mi plan de paz, de soledad y de empezar de cero, acababa de desintegrarse con una sola frase.
Él dio un paso hacia mí, y por un segundo el aire se volvió más pesado. Podía oír el crujir de la madera bajo sus botas. Podía sentir la tensión en su mirada. Y aunque quise odiarlo de inmediato por arruinar mis expectativas, algo en su presencia me hizo dudar.
—Si quieres quedarte, tendrás que acostumbrarte a mí —añadió con voz baja, casi un desafío.
Tragué saliva y levanté la barbilla.
—Pues supongo que tendrás que acostumbrarte tú también.