La mansión Rinaldi dormía bajo una falsa calma.
Los hombres de seguridad vigilaban desde las sombras, las cámaras giraban lentamente, y los ecos del pasado parecían esconderse en cada rincón.
Dante estaba solo en el despacho de su padre.
Sobre el escritorio había una vieja fotografía: un niño de diez años con una mirada demasiado seria para su edad, junto a un hombre imponente de traje oscuro.
Alessandro Rinaldi, el rey del bajo mundo napolitano.
El padre que le enseñó a sobrevivir… y también a matar.
Dante apretó los puños.
A veces creía que la sangre Rinaldi era una condena.
Había heredado todo: el imperio, el respeto, el miedo… pero no la paz.
Entró Luca Ferraro, su mano derecha, con un informe en la mano.
—Dante, los Costello están moviendo armas por el puerto. Creen que te debilitarás después de la muerte de su mensajero.
Dante tomó el cigarro que reposaba en el cenicero y lo encendió con calma.
—Entonces hagamos que se equivoquen.
Luca asintió.
—Pero hay otra cosa. Tu hermano menor, Marco, fue visto en una reunión con ellos.
El cigarro se detuvo a medio camino.
—¿Marco? ¿Con los Costello?
—Sí. Parece que está cansado de vivir a tu sombra.
Dante se levantó lentamente.
—Mi sombra lo ha mantenido con vida todos estos años. Si ahora quiere jugar con fuego… que no se queje cuando se queme.
Luca lo observó en silencio.
Sabía que detrás de esa voz fría había un dolor que Dante jamás admitiría.
Marco era lo único que le quedaba de familia, y si lo perdía… el infierno sería su único hogar.
Mientras tanto, en el hospital, Valentina atendía a una madre con su hijo enfermo cuando una explosión retumbó a lo lejos.
Los vidrios vibraron.
Todos se agacharon por instinto.
—¡Dios mío! ¿Qué fue eso? —gritó una enfermera.
Valentina corrió hacia la ventana. En la distancia, una columna de humo se elevaba sobre el distrito industrial.
Su pecho se tensó.
Sabía que ese tipo de explosiones no eran accidentes.
Eran mensajes.
Minutos después, el hospital colapsó de sirenas, ambulancias y gritos.
Entre los heridos que llegaban, uno la reconoció.
—Doctora Moretti… necesito que venga conmigo. Es urgente.
Ella dudó.
—¿Quién es usted?
—Trabajo para Dante Rinaldi. Él… la necesita.
Valentina dio un paso atrás.
—Ya le dije que no quería volver a verlo.
—Doctora, si no viene… él no sobrevivirá.
El corazón le golpeó el pecho.
No quería involucrarse, pero algo más fuerte que el miedo la empujó a actuar.
—Dame la dirección —dijo finalmente.
La llevaron a un almacén abandonado cerca del puerto, donde el olor a gasolina y pólvora llenaba el aire.
Hombres armados corrían por todas partes.
Y allí, en medio del caos, estaba Dante, sentado contra una pared, sangrando por una herida en el costado.
Cuando la vio, esbozó una sonrisa débil.
—Te dije que no me olvidaras tan pronto.
Valentina se arrodilló junto a él.
—¿Qué demonios te pasó?
—Una emboscada. Los Costello quisieron devolver el favor.
—Y lo lograron. Te estás desangrando.
Sacó de su bolso un botiquín improvisado y comenzó a trabajar.
Sus manos temblaban, no de miedo, sino de rabia por su propia insensatez.
—¿Por qué haces esto, Dante? —preguntó mientras limpiaba la herida.
—Porque nací para hacerlo. Mi apellido no me deja otra opción.
—Eso es una excusa —replicó ella, sin mirarlo—. Nadie nace asesino.
—Tú no entiendes este mundo, Valentina. Aquí, la bondad es debilidad. Y la debilidad se paga con sangre.
—No te creas tan diferente —dijo ella con voz baja—. Todos pagamos algo. Solo que algunos lo hacemos sin pistolas.
Dante la miró.
Había fuego en sus palabras, una fuerza que no temía a su oscuridad.
Y por un momento, él no vio a una doctora… vio a alguien capaz de desafiar su destino.
—¿Y tú qué pagaste, Valentina? —susurró.
Ella se detuvo.
Por un segundo, su mirada se volvió distante.
—Mi padre —dijo finalmente—. Murió por culpa de la violencia de hombres como tú.
El silencio cayó sobre ellos.
Solo se oía el goteo del agua y el latido de dos corazones que, sin querer, empezaban a sincronizarse.
—Entonces deberías odiarme —dijo Dante.
—Tal vez lo hago —respondió ella, cosiendo la herida—. Pero también quiero entenderte.
Él sonrió débilmente.
—Eso te hace más peligrosa que todos mis enemigos juntos.
Ella levantó la mirada y lo enfrentó.
—No me interesa ser peligrosa. Solo quiero salvarte… aunque no quieras.
Y sin pensarlo más, terminó la sutura, limpió la sangre y se levantó.
—Ya está. Pero si vuelves a buscarme, esta vez no te ayudaré.
Dante la tomó del brazo con suavidad.
—Ya lo hiciste, Valentina. Y ni siquiera te diste cuenta.
Ella lo miró, confundida.
—¿De qué hablas?
—De que, por primera vez en años, alguien me vio… y no solo mi apellido.
Valentina soltó su brazo y caminó hacia la salida.
Antes de irse, se volvió.
—No confundas compasión con amor, Dante. Son cosas distintas.
Él la observó irse.
Y por primera vez, sintió miedo.
No de sus enemigos.
Sino de lo que esa mujer estaba empezando a provocar en él.
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Editado: 23.10.2025