Capítulo 24 – Ruinas del Pasado
Punto de vista: Irina
La pequeña habitación del refugio estaba fría, casi tan gélida como el viento que azotaba las ventanas rotas.
El olor a humedad, sangre y óxido impregnaba el aire denso, cargado de silencios pesados.
Irina maldecía entre dientes mientras se frotaba las manos temblorosas, intentando detener el sangrado de las heridas frescas que le había dejado la emboscada.
Sus dedos, firmes aunque temblorosos, presionaban con cuidado las zonas doloridas, canalizando el calor que le permitiera seguir adelante.
Cada suspiro era un recordatorio de su fragilidad momentánea, pero también de la urgencia de no ceder.
El espejo roto sobre la pared le devolvía una imagen distorsionada de sí misma: ojos endurecidos, rostro pálido, cabello enmarañado por la sangre seca.
Entonces, en la penumbra, una sombra se movió con sigilo.
El crujido de la madera bajo un peso silencioso la alertó demasiado tarde. Irina giró en seco, el arma en alto, lista para disparar.
—¿Así saludas a tus conocidos? —dijo una voz seca, cortante, como hielo quebrándose.
Ella no apretó el gatillo. Sus ojos, aún brillando con adrenalina, reconocieron la figura al instante.
Mikhail Sokolov, "El Carcelero", apareció desde la penumbra con su habitual inexpresividad, el abrigo largo cubierto de escarcha, la mandíbula firme y los ojos grises fijos en ella.
Pero en su mirada dura había algo más. Un destello apenas visible, como una preocupación encapsulada en acero.
Irina bajó el arma con un suspiro.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí? —preguntó con desconfianza.
—Lo suficiente —respondió él, sin molestarse en entrar en detalles—. No vine a charlar. Pero traigo algo que necesitas.
Caminó hacia una mesa oxidada en el centro del refugio y colocó con precisión una caja metálica.
El sonido del metal golpeando la madera hueca hizo eco en el silencio.
La caja parecía haber resistido décadas de abandono. Estaba corroída en los bordes, con bisagras chirriantes y una vieja cerradura sin candado.
Irina se acercó despacio. Al verla de cerca, un estremecimiento le recorrió la columna. La reconocía.
—Esto no puede ser…
La pintura negra que alguna vez la cubrió estaba ahora casi borrada por el óxido y el paso del tiempo, pero el símbolo grabado a un costado, una espiral invertida, le heló la sangre. Era una reliquia del pasado que creía sepultado.
Abrió la tapa con cuidado. Dentro, sobre un terciopelo carmesí desgastado, descansaban tres objetos:
un relicario de plata roto, un frasco con un líquido ámbar oscuro, y una cinta negra endurecida por el barro seco.
El relicario, con sus incrustaciones de ónix, parecía un corazón partido, aún latiendo en el vacío. El frasco tenía una etiqueta escrita a mano, en cirílico:
Кайрос — Kairós —, una palabra que evocaba un instante crucial, el punto exacto donde se define el destino.
La cinta, manchada, aún olía a tierra húmeda.
Irina tocó el relicario. Su superficie estaba helada, pero su peso era familiar. Un vértigo amargo la sacudió.
Una voz resonó en su mente, clara, hiriente:
"Pronto sabrás lo que se oculta en la sangre de la Sombra."
La misma frase que Vera había susurrado antes de desaparecer. Ahora, se sentía como una sentencia personal.
—¿De dónde demonios sacaste esto? —preguntó Irina, la voz baja, contenida.
—Del convento —respondió Mikhail sin rodeos—. De una celda sellada en la cripta. No fui el único en buscar... pero sí el único que salió con vida.
Ella levantó la vista, los ojos entrecerrados.
—¿Y por qué me lo das a mí?
Mikhail se encogió de hombros, pero sus ojos no se apartaron de ella.
—Porque esto te pertenece. Porque alguien se aseguró de que lo olvidaras. Y porque, te guste o no, algo te está arrastrando de vuelta.
Irina volvió a mirar la caja. Los recuerdos dolían como cuchillas bajo la piel.
Aquellos días encerrada, castigada, vigilada por Vera y sus sombras. Los rezos obligados. Las rodillas hundidas en el barro. Las otras niñas observando. El silencio cómplice del horror.
—Quizá deba volver —murmuró, más para sí que para él—. A ese maldito lugar. Ver lo que dejaron atrás. Ver lo que enterraron conmigo.
Mikhail no reaccionó de inmediato. Luego, su voz rompió el silencio, más baja, más áspera:
—Piénsalo bien, Sombra. Ese sitio no te dejó cicatrices... te dejó grietas.
Por un instante, el tono implacable del Carcelero pareció desvanecerse. Había una sombra de advertencia, una línea invisible de preocupación que no cruzó con palabras.
Irina cerró la caja con lentitud. El sonido del metal encajando le pareció definitivo, como un reloj volviendo a activarse tras años de silencio.
—Entonces será hora de romper las grietas —dijo finalmente, alzando la vista—. Y descubrir qué sangre corre realmente por mis venas.
Mikhail la observó en silencio. Luego se dio la vuelta sin decir más, su silueta desvaneciéndose en la penumbra del umbral.
El pasado comenzaba a despertarse, y con él, viejas heridas que aún sangraban
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Editado: 20.09.2025