Capítulo 25 – Las ruinas del silencio
Punto de vista: Irina
El motor del viejo Lada rugía con esfuerzo mientras avanzaba por el camino olvidado, cubierto de nieve apretada y ramas muertas.
La ventisca había cesado, pero la frialdad permanecía como un manto implacable sobre el bosque. Irina conducía con la mandíbula tensa, los nudillos blancos sobre el volante.
Mikhail no había querido acompañarla más allá de cierto punto. "Te advertí que lo pensaras bien", le había dicho antes de desaparecer entre la bruma, dejándole las llaves y una advertencia muda en sus ojos grises.
El convento emergió entre la niebla como un esqueleto sagrado.
Muros de piedra resquebrajada, vitrales rotos, techos vencidos por el tiempo. Irina aparcó el auto al borde del bosque y caminó, paso a paso, por el sendero cubierto de hojas marchitas.
Cada crujido bajo sus botas era una voz antigua que se resistía al silencio.
Sus dedos rozaron las puertas de madera ennegrecida.
Todavía resistían, aunque carcomidas por la humedad.Entró.
Un aliento helado la recibió, seguido por la familiar sensación de encierro. La capilla estaba igual:
los bancos cubiertos de polvo, el altar derrumbado, las estatuas decapitadas. Pero era el olor lo que realmente la golpeó: piedra húmeda, incienso muerto y recuerdos.
Recordó el eco de los rezos forzados, las canciones monótonas, el sonido seco del bastón de Vera golpeando el suelo. Sintiendo un nudo subirle por la garganta, caminó hacia el ala este: los antiguos dormitorios.
Pasillo tras pasillo, las puertas desvencijadas parecían abrirse solas al verla pasar. En una habitación a medio derrumbar, encontró el camastro donde había dormido.
Aún estaba allí, oxidado, con una manta podrida encima.
Se arrodilló frente a la chimenea rota, la misma donde una vez escondió una piedra afilada "por si alguna vez tenía que defenderse".
Pero lo que encontró fue distinto: una lámina de madera suelta en el suelo. Al levantarla, reveló un hueco oculto.
Dentro había una caja de metal envuelta en tela negra. La sacó con manos trémulas. El metal estaba frío como el hielo.
Al abrirla, encontró lo que parecía una colección privada de secretos:
una carta firmada con tinta roja, escrita en cirílico antiguo; un mechón de cabello rubio atado con hilo rojo; y un pergamino enrollado, sellado con cera rota.
Desplegó la carta. Algunas palabras estaban borradas por la humedad, pero una frase le quedó grabada:
"Sólo en la sangre de la Sombra reposa la verdad que temen los que reinan en la luz."
Su corazón se aceleró. El pergamino estaba lleno de símbolos y códigos, algunos similares a los tatuajes en su espalda. Notó una inscripción: "Kairos". El mismo nombre del frasco que Mikhail le entregó.
De pronto, un susurro. Se volvió, apuntando con el arma. Pero no había nadie.
O casi nadie.
En la entrada de la habitación, entre sombras, una silueta oscura la observaba. Alta, inmóvil, envuelta en una negrura imposible de definir, como si la luz se negara a tocarla.
No dijo nada. No se movió. Solo estaba allí, imperturbable, como si hubiera estado esperándola desde siempre.
Irina sintió un escalofrío que no venía del frío. Su instinto gritaba peligro, pero no retrocedió.
En cambio, tomó el pergamino y el mechón, y salió de la habitación sin apartar la vista de esa presencia.
Cuando volvió a parpadear, la silueta ya no estaba.
El frío se hizo más intenso al salir del convento.
Pero Irina lo sintió. Ahora sabía que no había terminado.
El pasado no sólo la había alcanzado. Le estaba marcando un nuevo camino.
Uno donde la sangre y los recuerdos tendrían que mezclarse para revelar la verdad.
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Editado: 20.09.2025