CAPÍTULO 26 – El eco del Umbral
Narrador múltiple
Irina:
El frío se colaba por las grietas del viejo refugio, filtrándose hasta los huesos.
Irina se vendaba una herida en el costado, con manos firmes, aunque manchadas de sangre seca.
Cada movimiento hacía que el dolor le recordara que seguía viva. A su alrededor, el silencio parecía más espeso que nunca, interrumpido solo por el susurro lejano del viento y el goteo persistente de una tubería rota.
Sobre la mesa de metal oxidado, la caja seguía abierta como una herida más.
Dentro, el relicario, el mechón de cabello dorado, y un pergamino con símbolos antiguos que aún no lograba descifrar.
Pero lo que más le inquietaba no eran los objetos, sino lo que sugerían: una historia que había estado enterrada… en su propia sangre.
Su mirada se posó en la nota dentro del relicario. Las letras, talladas con una precisión antinatural, decían:
"Pronto sabrás lo que se oculta en la sangre de la Sombra."
Irina tragó saliva. El apodo que le habían dado durante años… ¿era acaso algo más que una simple metáfora?
Murmuró la palabra que no dejaba de resonar en su mente:
—Kairós…
Apenas sus labios formaron el nombre, el viento pareció agitarse como si lo hubiera invocado. Un crujido la alertó.
Se giró con el arma en alto, pero solo encontró sombras al otro lado del cristal empañado. Sin embargo, sintió algo. Una mirada. Una presencia.
Y entonces, desde la penumbra, una figura alta y encapuchada emergió entre los árboles, observándola con una calma antinatural.
No avanzó. Solo la miró. Y en el silencio de esa conexión intangible, Irina oyó un susurro que no debió escuchar:
—Mi pequeña sombra...
Su corazón dio un vuelco. No por miedo, sino por el extraño calor que se escondía en esas tres palabras. Cuando se atrevió a parpadear, la figura ya no estaba.
Una cámara de vigilancia instalada en un edificio cercano parpadeó.
Una transmisión silenciosa comenzó a recorrer los cables ocultos de una red privada. Las imágenes de Irina mirando al bosque, armada, herida y sola, llegaron a una pantalla lejana.
Arkadi observaba esa transmisión en la penumbra de su oficina.
La nieve cubría la ventana detrás de él como un telón opaco. Sobre el escritorio, una copa de whisky temblaba entre sus dedos. Las luces eran tenues. El aire olía a cigarro caro y cuero viejo.
Leonid estaba de pie a su lado, inexpresivo como una estatua.
—La caja fue abierta —informó Leonid—. Y Sokolov actuó por cuenta propia. Como anticipamos.
Arkadi apretó la mandíbula. En la pantalla, la imagen se congelaba justo cuando Irina bajaba el arma. Justo cuando parecía oír algo... o alguien.
—Y... ¿él apareció? —preguntó Arkadi, sin usar su nombre.
Leonid asintió lentamente.
—No se dejó ver. Solo lo suficiente. Como siempre.
Arkadi soltó un suspiro cargado de miedo disimulado. El tipo de miedo que no se dice en voz alta.
—Entonces la profecía se está activando... —murmuró.
—O el tablero ha empezado a moverse —corrigió Leonid, con una leve sonrisa torcida—. ¿Qué hacemos con ella?
Arkadi se quedó en silencio. Su reflejo temblaba en la ventana empañada. En su interior, sabía que no podía detener lo inevitable. Pero aún podía retrasarlo.
—Mueve a nuestros peones. Que empiecen a presionarla. Y vigila a Nikolai. Él no puede acercarse.
Una antigua cámara, oculta entre las grietas del convento en ruinas, giró apenas unos grados, siguiendo los movimientos de Irina.
Su imagen volvió a proyectarse en otro lugar. Donde el aire era distinto. Más denso. Más antiguo.
En una habitación sin ventanas, iluminada por velas rojas y símbolos grabados en las paredes, una figura encapuchada observaba las transmisiones. No hablaba.
Solo respiraba con lentitud. Delante de él, una colección de objetos: un medallón igual al de Irina, un retrato antiguo, y un mapa marcado con líneas que conectaban puntos invisibles.
Apoyó una mano enguantada sobre el vidrio de la pantalla y susurró con una voz rasposa, pero serena:
—Tan cerca... pequeña sombra...
En su tono había algo más que vigilancia. Algo parecido a una ternura que no se permitía mostrar.
Luego, se volvió hacia la sombra de una pared donde colgaba una hoja desgastada, con tres nombres en tinta negra. Uno de ellos estaba tachado. Otro, encerrado en un círculo. El tercero… aún en blanco.
El silencio se rompió cuando una figura femenina —desconocida, joven— apareció fugazmente en otro monitor. La silueta se detuvo.
—Aún no sabes quién eres… ni lo que llevas dentro.
Se giró, lentamente, hacia la penumbra, y dijo con voz seca:
—Pero llegará el momento. Y no estarán solos.
Tres piezas se han movido.
Una mujer que sangra secretos.
Un tirano que teme su pasado.
Y un ser que observa, en las grietas del tiempo.
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Editado: 20.09.2025