Capítulo 27 – Donde el eco sangra
Punto de vista: Irina
El motor del Lada murió con un estertor grave. Irina apagó las luces y permaneció inmóvil unos segundos, observando el perfil retorcido de la iglesia.
Sus muros carcomidos por la humedad y ennegrecidos por incendios que nadie denunció parecían latir bajo el manto de la maleza.
El bosque la rodeaba, sus ramas como dedos hambrientos que rasgaban el cielo nocturno. Era un lugar fuera del mundo, un umbral entre la vida y el olvido.
El mapa hallado en la caja guiaba sus pasos con precisión casi obsesiva, y las palabras grabadas en el pergamino resonaban aún en su mente:
Donde el eco sangra, ahí comenzó tu nombre.
No sabía quién lo había escrito, ni con qué tinta, pero esas líneas la habían empujado a regresar al origen de su propio laberinto.
Empujó las puertas de roble podrido con un empellón que sacudió las bisagras oxidadas.
El crujido resonó como un lamento antiguo. Dentro, la iglesia era una caverna de piedra y penumbras.
El polvo cubría cada superficie como una capa funeraria, y el aire olía a moho, cera rancia y ceniza.
Siguió la luz temblorosa de la linterna por el pasillo central.
Las bancas, carcomidas y astilladas, daban la impresión de haber sido abandonadas tras un ritual fallido.
Los vitrales, pedazos de cristales coloreados, yacían sobre el suelo como lágrimas de colores. Cada fragmento reflejaba su silueta mientras avanzaba.
Las paredes estaban cubiertas de símbolos que la estremecían: cruces invertidas que escupían blasfemias mudas, ojos con llamas tallados en la roca y esas espirales negras que reconocía por instinto y tatuaje.
Un nudo se formó en su estómago al ver la repetición de su propia marca.
Delante del altar, una inscripción tallada en la piedra quebrada se alzó de pronto ante ella:
"Non est tempus. Est voluntas."
No es tiempo. Es voluntad.
El eco de esas palabras vibró en su pecho; no supo si llegaban de fuera o si resonaban desde lo profundo de su memoria.
A un lado del altar, entre cenizas y escombros, descubrió una trampilla oculta. Su centro ostentaba la espiral invertida con una sola gota tallada: la señal inequívoca de Kairos.
Extendió la mano, temblorosa, y al apoyarla sintió un escalofrío que le heló la sangre.
Tomó aliento y descendió por la escalera de piedra, cada peldaño gastado resoplando bajo sus pies.
El aire se espesaba, denso como un veneno lento, y un aroma a hierro oxidado le dio la bienvenida a la cripta.
Allí abajo no había tumbas ni ataúdes. Solo siete nichos vacíos en las paredes y, en el centro, un pedestal de piedra.
Encima, un relicario plateado idéntico al de la caja, abierto para mostrar su contenido: un mechón de cabello trenzado con hilo rojo y una hoja de papel amarillenta.
Estiró la mano para tomarla, con el pulso retumbando en sus oídos.
La nota decía:
"Uno fue separado. Otro olvidado. Pero tú, naciste marcada."
El suelo pareció temblar bajo sus rodillas. La sangre le martilló las sienes.
Imágenes inconexas inundaron su mente:
—Flashback
Infancia en el convento
Era el invierno de su octavo año.
La nieve se filtraba bajo las puertas del convento y el lodo rojo empañaba las vestiduras de las niñas. Irina yacía en el patio, de rodillas en el barro helado, con las manos cruzadas en la nuca.
Las monjas la rodeaban, sus rostros ocultos tras velos blancos.
Vera, alta y vestida de negro, sostenía en alto un relicario igual al que ahora le temblaba en la mano. Con voz baja y cortante, ordenó:
—Recuerda esto, Sombra. Quién eres, de dónde vienes... y a quién perteneces.
El frío perforaba sus huesos. Una niña a un costado lloraba en silencio.
Otra murmuraba una oración. Irina apretó los dientes y levantó la vista, encontrando los ojos de Vera, que brillaban con orgullo y desdén.
—Que el barro sea tu bautismo —susurró la mujer—. Y el silencio, tu rito.
El eco de ese instante se extendió en su pecho como un tatuaje indeleble.
Regresó al presente con un jadeo.
Cayó de rodillas junto al pedestal. No era fe lo que la sostenía, sino el vértigo de las revelaciones. Cerró los ojos y dejó que la cripta se fundiera en su conciencia.
Al abrirlos, el relicario ya no estaba en el pedestal.
Lo sostuvo ella en la mano. No sabía si alguien lo había depositado en su regazo o si lo había tomado ella sin darse cuenta.
Se levantó con esfuerzo. A cada paso, el eco de sus botas retumbaba como un tambor de guerra.
Cogió el mechón y la nota, guardándolos con cuidado en el abrigo. Luego, alzó la vista hacia la escotilla por la que había bajado.
El resplandor de la luna penetró por las grietas del techo. Por un instante, creyó ver una figura encapuchada en lo alto: alto y esbelto, envuelto en sombras. Pero al centrar la mirada, no había nada más que silencio.
Afuera, la nieve había dejado un manto fresco. El Lada la esperaba, sollozando con el viento. Irina subió, con la espalda ardiendo y los dedos helados.
Antes de encender el motor, volvió a mirar la iglesia. Una palabra le brotó en un susurro cargado de certezas:
—Kairós...
El nombre salió exhalado en un suspiro de furia y anhelo.
Sabía que el guardián la vigilaba. Sabía que su sangre le pertenecía. Y que el tiempo que ella creía controlar, era en realidad el hilo que él tiraba.
Con el relicario contra el pecho, arrancó el Lada.
Mientras las ruedas tallaban un surco en la nieve, su pecho ardía con una emoción nueva:
No era venganza lo que buscaba. Era la verdad de su sangre, oculta bajo el eco de sombras y cenizas.
Y, de algún modo, estaba dispuesta a enfrentarlo todo para hallarla.
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Editado: 20.09.2025