Capítulo 29 – Bajo la piel del enemigo
Punto de vista: Irina
El invernadero abandonado crujía con cada ráfaga de viento, como si el hielo que lo cubría estuviera a punto de romperse. Irina avanzó entre los restos de plantas secas y macetas volcadas, el aliento condensándose frente a sus labios.
El cristal roto dejaba entrar la luz pálida de la luna, moteando el suelo de sombras fragmentadas. En su espalda, el frío del metal se mantenía constante: su arma, una extensión de sus nervios.
Había llegado antes. Siempre llegaba antes. No por ansiedad, sino por estrategia. Se escondió entre dos hileras de rosales muertos, donde el olor a tierra vieja se mezclaba con algo metálico. Ahí esperó. Cada sonido –una rama que cedía, el aleteo de un cuervo lejano, el crujido del propio hielo– la mantenía alerta.
Mientras aguardaba, un recuerdo se filtró sin permiso.
Dos noches antes, un mensaje había aparecido en su teléfono sin remitente. Solo coordenadas, una hora, y una frase:
"Tú decides si quieres respuestas o seguir huyendo. -NV"
Había dudado durante horas. Sopesando posibilidades, trampas, dobles juegos. Finalmente, lo llamó. No escribió. Marcó su número, como una amenaza.
—¿Estás loco? —había dicho, apenas él contestó.
—Solo harto de medias verdades —respondió Nikolai—. Quiero hablar contigo. Sin máscaras. Sin disparos. Aunque no prometo no gritarte.
—¿Y por qué debería confiar en ti?
—Porque sabes que no confío en nadie más para contar lo que tengo que decirte.
Silencio. Larga pausa. Luego, su voz, seca:
—Mismo invernadero. Medianoche. Pero si esto es una trampa, lo sabrás antes de que llegues a abrir la boca.
Y ahora, ahí estaban.
Entonces lo oyó. Pasos firmes. Medidos. Y luego, su figura: Nikolai Volkov.
Él no llevaba abrigo pesado. Solo una chaqueta oscura, el cuello levantado, como si el frío no pudiera alcanzarlo. Sus ojos encontraron los de ella de inmediato. No se sorprendió al verla armada. Tampoco sonrió. Solo avanzó, cruzando la distancia como quien camina hacia una trampa, sin detenerse.
—Siempre tan precavida, Romanova. —Su voz tenía el filo del sarcasmo, pero era baja. Casi íntima.
—Y tú siempre tan arrogante, Volkov. ¿Viniste a morir o solo a provocarme?
—¿Qué tal ambas cosas? —respondió, deteniéndose a unos metros. Levantó las manos, mostrando que no traía armas visibles. Pero Irina sabía que eso no significaba nada.
El silencio volvió a colarse entre ellos, pero no era vacío. Era denso, eléctrico. Él se acercó un paso más. Ella no retrocedió, pero su dedo tensó el gatillo.
—¿Qué quieres? —escupió ella.
—Saber por qué te están usando. Y por qué tú lo permites.
Irina sintió un golpe bajo el esternón. No por la pregunta, sino por lo que revelaba: él sabía. Más de lo que debía. Más de lo que ella creía.
—Tú no sabes nada.
—Sé que encontraste la caja. Sé que Kairos no es solo un nombre. Sé que no fue casual que sobrevivieras a ese ataque. —Sus ojos la perforaban. Había rabia, sí. Pero también otra cosa. ¿Compasión? ¿Miedo? ¿A qué?
Ella bajó el arma, solo un poco.
—¿Y tú? ¿Qué haces siguiéndome? ¿Jugando a protector? —El tono era ácido, pero algo se quebraba debajo. El cansancio. La sospecha. El deseo reprimido.
Nikolai se detuvo frente a ella. Muy cerca. El aliento de ambos se cruzaba en nubes de vapor. La tensión era física. Tangible.
—No vine a protegerte. Vine a advertirte. —Su voz bajó aún más. —Hay piezas que se están moviendo por encima de nosotros. Y una de ellas te quiere muerta, Irina. Más que a nadie.
—Eso no es nuevo —susurró ella—. Pero que tú me lo digas, sí lo es.
—No somos tan distintos como tú crees. Ambos crecimos bajo órdenes. Ambos aprendimos a matar antes que a confiar. Pero tú... —hizo una pausa—. Tú todavía buscas algo.
Irina se quedó inmóvil. El reflejo de la luna bailaba en sus ojos. No dijo nada.
—No es debilidad —añadió él—. Es lo que te mantiene viva. Y es lo que los hace temerte.
—¿Y a ti? —preguntó ella, bajando por completo el arma.
—A mí me hace querer entenderte. —Y entonces, sin aviso, bajó la mirada—. Aunque entenderte signifique arder con todo esto.
Ella dio un paso. Apenas uno. Y él no se movió.
—Sabes cosas que no deberías. Has estado husmeando.
—Tengo mis fuentes. —Levantó una ceja—. ¿Y tú? ¿Quién te ayudó a escapar del hospital? ¿Quién te está dejando pistas entre las ruinas?
Ella no respondió. Pero su respiración se hizo más corta. Él lo notó.
—¿Vera? —preguntó.
Irina lo miró, congelada.
—¿Estás trabajando con ella o contra ella?
—Depende del día.
Una risa leve escapó de él. No era burla. Era cansancio.
—Nos están empujando a matarnos —dijo él—. Y aun así, estamos aquí, en ruinas, hablando como si... como si algo de esto tuviera sentido.
—Tal vez lo tenga. Pero no lo veremos desde lados opuestos del campo de batalla.
El silencio se alargó. Sus miradas, fijas. Él inclinó ligeramente la cabeza hacia ella, como si fuera a besarla. Ella no se movió. Sus labios estuvieron a punto de rozarse, a un suspiro de distancia...
Pero ella apartó la cara en el último momento, y él quedó suspendido en ese vacío, su aliento aún temblando entre ambos. No dijo nada. Solo bajó los ojos, y por un segundo, Irina creyó ver algo vulnerable en él. Algo que no esperaba.
—Aún no —susurró ella.— Ni tú ni yo estamos listos para eso.
Él asintió, una sola vez. Con comprensión. Con rabia contenida.
Un disparo cortó la tensión como un cuchillo. Luego, pasos rápidos. El crujido de ramas. Ambos giraron, reflejos en sincronía.
—Nos siguieron —dijo él, sin sorpresa.
—¿Tuyos?
—No esta vez.
Ella asintió y ambos se movieron, espalda con espalda. Tres sombras emergieron entre los cristales. Armados. Rápidos.
No hubo palabras. Solo fuego.
Irina se deslizó entre las plantas secas, disparando sin temblor. Nikolai cubrió un flanco, implacable. No eran solo asesinos; eran enviados. Coordinados.
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Editado: 11.12.2025