Capítulo 31 – Ecos en la sangre
Punto de vista: Irina
La lluvia comenzaba a caer con fuerza cuando Irina se acercó a la vieja caseta del ferrocarril.
La estructura de ladrillos estaba parcialmente colapsada, oculta entre árboles desnudos como huesos. Sabía que el informante no llegaría con vida. Había aprendido a leer las trampas en el silencio.
La figura emergió de las sombras apenas cruzó la puerta. No dijo nada. Solo atacó.
El primer movimiento fue rápido y brutal.
Un cuchillo brilló entre la penumbra, dirigido directamente a su abdomen.
Irina giró el cuerpo en el último segundo; la hoja apenas rozó su costado.
El dolor fue agudo, un pinchazo ardiente, pero no suficiente para detenerla.
Con una patada giratoria bien colocada, lo hizo retroceder contra una viga corroída.
El asesino —joven, ágil, pero sin disciplina ni técnica— lanzó otra estocada. Ella lo atrapó por la muñeca, giró con precisión, y el arma cayó con un tintineo húmedo sobre el suelo de concreto.
—¿Quién te envió? —espetó entre dientes, con el brazo aún sujetando al hombre contra la pared.
Él solo escupió sangre y masculló una maldición. Intentó otra vez alcanzarla, esta vez con una cuchilla oculta en la bota.
Pero Irina no dudó. Con un solo disparo —seco, preciso, sin ceremonia— lo derribó. El cuerpo cayó como un saco de plomo, su aliento escapando en un estertor breve y final.
Solo entonces, con la adrenalina aún palpitando en sus venas, Irina se permitió mirar a su alrededor. Una lámpara de petróleo colgaba de una viga oxidada, arrojando sombras largas que se deslizaban por las paredes desconchadas.
Afuera, la lluvia marcaba el inicio de otro atardecer sucio y frío.
Se arrodilló junto al cadáver. Sus manos se movían con la eficiencia de quien ha revisado muchos cuerpos, pero algo en este hombre le causaba una incomodidad sutil.
Su chaqueta raída, sus botas gastadas… y sin embargo, la piel endurecida, los callos estratégicos. Había sido entrenado. Soldado, probablemente mercenario.
Entre sus pertenencias, halló un mechero de latón con iniciales borradas. Una llave oxidada. Y un sobre de papel encerado, escondido con cuidado en un bolsillo interior.
Lo abrió.
Una fotografía.
Tres niños, frente a un edificio sin ventanas. Dos niñas, un niño menor. Una de las niñas —más alta, de cabello oscuro y expresión severa—
le resultó extrañamente familiar. El niño reía con una sonrisa rota. Y la más pequeña, en medio, con un vestido claro y una trenza ladeada, tenía los ojos más tristes que Irina recordaba haber visto.
El mundo pareció detenerse por un instante.
Una imagen mental, fugaz, cruzó su mente. Un pasillo largo, húmedo.
Olor a moho y a hierro viejo. Una mano pequeña en la suya. Pisadas apresuradas resonando en el eco de la noche.
—No me sueltes, Irina…
Y su voz. La de ella.
—Te lo prometo, Dasha.
Y luego el sonido seco de una puerta cerrándose. Gritos. Luces amarillas. Separación.
La dejó caer sin querer, como si la imagen le quemara los dedos.
El nombre vibró en su pecho como una nota perdida de una melodía olvidada. ¿Dasha?
El pensamiento se deslizó, confuso y oscuro, como una sombra que no terminaba de revelarse.
¿Y si no era solo un recuerdo?
¿Y si era una advertencia?
Una pieza que faltaba en un rompecabezas que aún no entendía.
Tomó la foto otra vez.
El papel temblaba en su mano, pero no por el frío.
Guardó la imagen en el interior de su abrigo, como quien guarda una promesa rota.
Se levantó.
El cadáver seguía inmóvil a sus pies, su rostro torcido en una mueca congelada.
La lluvia empapaba todo a su alrededor, como si el cielo intentara limpiar el pasado. Pero Irina sabía que algunas manchas no se borran.
No sabía quién era el asesino.
No sabía quién le envió la foto.
Pero ahora tenía un nombre.
Un rostro.
Un recuerdo real o construido, poco importaba. Porque algo se había abierto dentro de ella.
Una puerta cerrada durante años.
Y lo que fuera que se escondía detrás, no pensaba dejarla ir.
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Editado: 11.12.2025