Capítulo 33 – Recuerdos Nublosos
Punto de vista: Irina
El amanecer no llegaba. O tal vez Irina ya no lo sentía.
La ciudad, envuelta en niebla y una calma tensa, parecía contener el aliento mientras ella se adentraba en el distrito norte, donde los mapas terminaban y solo quedaban esqueletos de edificios olvidados.
El lugar que había marcado la foto encontrada en el cadáver: una antigua clínica subterránea clausurada desde hacía más de dos décadas.
La imagen seguía en su mente. Dos niñas. Una con ojos de ámbar —ella, de pequeña, lo sabía sin entender cómo— y otra con el rostro borroso por el tiempo, pero con los ojos helados. Un azul claro grisáceo, como cristales partidos.
Irina apretó el abrigo contra su cuerpo y se coló por la entrada lateral, una verja oxidada cubierta de zarzas. Bajó por unas escaleras mohosas que crujían con cada paso.
El silencio era denso, casi táctil, pero había algo más: la sensación de ser observada. No por alguien visible, sino por los recuerdos aún no recordados.
La linterna temblaba en su mano. Su herida, aún mal cerrada tras el enfrentamiento de días atrás, ardía bajo el vendaje. Pero no iba a detenerse.
Entró en lo que una vez fue un área de recepción. Las paredes estaban cubiertas de hongos, y los expedientes deshechos dormían esparcidos como cadáveres de papel. Siguió adelante hasta encontrar una puerta blindada entreabierta con el letrero apenas visible: Unidad 03 – Evaluaciones cognitivas.
Adentro, el polvo parecía haber sido removido recientemente. Las huellas eran recientes. Irina se agachó. Una pisada. Botas. Grande. ¿Mikhail? ¿O alguien más?
Siguió con cautela hasta una sala sin ventanas. Allí, lo encontró.
Un archivador con etiquetas desgastadas. Muchos nombres borrados. Otros marcados con tinta roja. Y uno, subrayado en lápiz: Romanova, I.
Abrió el cajón.
Informes clínicos. Escáneres cerebrales. Fotografías. Registros de estímulos, de dolor, de resistencia. Leyó con creciente asco y una punzada en la sien:
> “Sujeto I.R. demuestra mayor tolerancia al aislamiento y respuestas emocionales reprimidas. Vinculación empática negativa. Potencial aún no explorado del todo. Requiere separación prolongada del sujeto D.”
¿Sujeto D?
Pasó las hojas con rapidez, y entonces la vio. Una foto. Dos niñas. Una idéntica a ella, aunque con el cabello más corto y mirada más asustada. Y la otra…
Ojos de hielo. Azul claro grisáceo. Una expresión dura en una niña que no debía tener más de cinco años. Ambas vestían batas blancas, sentadas en un banco metálico, una tomando la mano de la otra. Irina sintió una sacudida visceral. El recuerdo no era claro, pero la sensación sí: calor. Protección. Promesas.
“Prometimos no separarnos”, susurró una voz en su memoria. ¿Era suya? ¿O de la niña?
El aire se volvió más denso. Oyó un crujido. Alguien había entrado.
Irina apagó la linterna de inmediato y se ocultó tras una camilla volcada. Respiraba en silencio, con el arma lista. Pasos suaves, casi deliberados. Como si supieran que ella estaba allí.
Una sombra cruzó la entrada. Irina aguantó. El corazón golpeaba como un tambor tribal. Entonces, un susurro, muy cerca de su oído:
—No debiste venir sola, Sombra.
Se giró en seco, pero no había nadie. Solo una hoja deslizada al suelo, como caída de un bolsillo intencionalmente. La recogió.
Era una hoja arrancada de otro informe. Solo una frase, garabateada a mano:
“El hielo recuerda lo que la sangre oculta.”
Irina salió de allí como un espectro, con la foto de las niñas y la nota apretadas en la mano. Caminó hasta el exterior sin ser seguida —o eso quería creer. El aire frío no le calmó la cabeza. Todo estaba girando de nuevo.
Miró la foto una vez más. La niña de los ojos de hielo la miraba como si supiera algo que ella no.
—¿Y si nunca estuve sola? —murmuró.
Y por primera vez en años, sintió que una parte olvidada de sí misma estaba comenzando a despertar.
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Editado: 30.12.2025