Capítulo 34 – Donde duermen las cenizas
Punto de vista: Irina y Nikolai
El viento arrastraba ceniza vieja sobre los escalones rotos del antiguo convento. Irina sintió el crujido bajo sus botas antes de alzar la vista.
La estructura parecía más ruinosa que en sus recuerdos, pero había algo inmutable en la silueta del campanario roto, como si el tiempo no hubiera podido borrar la herida que ese lugar representaba.
Había dejado el auto entre los árboles, caminando el último tramo sola. No por precaución, sino porque algo dentro de ella se negaba a profanar el silencio con motores o pasos ajenos.
Llevaba la caja oxidada bajo el brazo, cubierta con una manta. A cada paso, el peso parecía aumentar. No solo el de la caja, sino el de todo lo que había empezado a recordar desde que abrió esa carta.
¿Por qué había vuelto?
La pregunta se le clavó en el pecho. Pero la respuesta no era sencilla. Venía buscando más que recuerdos: necesitaba certezas, fragmentos que encajaran. Sentía que aquí —entre las ruinas y la humedad del invierno— estaba la raíz de algo más grande, más antiguo que sus heridas. Algo que tenía que ver con Kairos, con la sangre, con lo que no le habían dicho.
Pero también, si era honesta, venía a enfrentarse. A sí misma. A sus miedos. A los ecos de una infancia rota en ese lugar. A las voces que nunca dejaron de perseguirla.
Empujó la puerta desvencijada. Un crujido ahogado fue la bienvenida. Dentro, el polvo flotaba como espectros suspendidos. El olor a humedad, ceniza y piedra vieja se le metió en los pulmones. Bajó la caja sobre el altar caído y, por un segundo, apoyó ambas manos sobre la superficie fría, cerrando los ojos.
No estaba sola.
El roce de una bota contra la piedra la hizo girar, con la Glock ya apuntando. Pero no disparó. Porque el que emergía de entre las sombras del pasillo lateral era él.
Nikolai.
Él no llevaba armas en las manos, aunque sí las había traído. Pero no quería comenzar esta escena con pólvora. La había seguido —más bien, adivinado su ruta— desde hacía horas. No le dijo nada. Solo la observó en silencio, como si viera algo que el resto del mundo era incapaz de notar.
—Sabía que vendrías aquí —dijo ella primero, rompiendo la tensión.
—Y yo sabía que vendrías sola —replicó él, sin desafío, solo con la certeza tranquila de quien ya no juega a adivinar.
Ella guardó el arma sin apartar la mirada.
—¿Por qué viniste, Nikolai?
—Porque Leonid murió por algo que no dijo del todo. Porque la palabra "Kairos" me persigue desde que empezó esta guerra. Porque… —hizo una pausa, más breve que un suspiro— porque tú viniste.
Irina bajó la mirada, pero no por debilidad. Sino por la fuerza de lo que eso implicaba. Había algo innegable entre ellos. No era ternura. Era necesidad. Instinto. Magnetismo de guerra y cicatrices.
—Y tú —dijo él entonces, con voz más suave— ¿por qué volviste a este infierno?
Ella dudó. Luego, caminó hasta un rincón parcialmente derrumbado. Sacó una tabla suelta del suelo y señaló una pequeña inscripción marcada con clavos oxidados.
—Porque aquí, entre estas paredes, alguien me susurró por primera vez que yo era una sombra. Y no entendí lo que significaba. Ahora creo que esa niña lo sabía mejor que yo. Que esa niña dejó pistas. Aquí.
Él se acercó, y por un momento ambos quedaron mirando la inscripción en silencio. No era un nombre. Era un símbolo: la espiral invertida. Más antigua que su odio. Más profunda que su historia compartida.
—Entonces —dijo él al fin—, vamos a buscar entre las cenizas. Juntos.
Irina no respondió. Solo asintió, con un movimiento casi imperceptible, como si admitirlo en voz alta fuera conceder demasiado. Pero no retrocedió cuando él se colocó a su lado.
Buscaron durante horas. Entre bancas carcomidas, bajo piedras sueltas, detrás del confesionario hecho añicos. Encontraron trozos de tela, medallas oxidadas, papeles húmedos. Nada claro. Nada que gritara respuestas. Pero todo parecía murmurar secretos.
En un punto, Irina se agachó frente a una losa agrietada. La retiró con esfuerzo. Debajo, una caja metálica más pequeña que la anterior. Sellada. En su tapa, grabado con precisión, el mismo símbolo de espiral invertida.
Se miraron.
Nikolai extendió la mano, pero fue Irina quien la abrió. Dentro, un sobre sellado en cera negra y un relicario de plata con una fotografía antigua: dos niñas en un campo nevado, una de ellas idéntica a Irina, pero con ojos azul hielo.
—Ella... —susurró.
Él no dijo nada. Porque entendía que ese momento no le pertenecía.
Irina sostuvo el relicario contra su pecho y cerró los ojos. Un recuerdo, aún borroso, la atravesó: risas entre árboles. Un nombre apenas susurrado. Y un frío que no venía del clima.
—¿Quién es? —preguntó Nikolai al fin.
—Mi hermana —respondió Irina sin pensar. Y luego, más bajo—. Creo… que lo es.
La cera se resquebrajó bajo sus dedos. Pero no abrieron aún la carta.
El tiempo parecía haberse suspendido. Afuera, la nieve caía. Dentro, la herencia dormía, esperando ser desenterrada.
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Editado: 30.12.2025