Sombras Del Destino

Capítulo 38— Custodia Sanguinis

Capítulo 38: Custodia Sanguinis

Punto de vista: Multiple

El cielo estaba cubierto. No por nubes, sino por algo más pesado. La noche misma parecía reteniendo el aliento.

Desde lo alto de la colina, Irina observaba la finca. Era más grande de lo que recordaba, aunque quizás los años habían deformado su memoria. No quedaban luces en las ventanas, pero sabía que no estaba vacía. Nunca lo estaba.

Apoyó un codo en el capó del auto y desenrolló el plano. Había caminos que no aparecían en los mapas, rutas ocultas bajo capas de tierra y silencio. Sabía que Nikolai había conseguido esos detalles de un traidor, aunque no le había dicho cómo. Y ella tampoco preguntó.

Se obligó a respirar profundo.

—Custodia sanguinis… —murmuró.

La frase se le había pegado a la piel como una quemadura. El eco de aquellas palabras, susurradas por Mikhail antes de desaparecer, volvía a ella con fuerza.

¿Qué diablos guardaba Arkadi en esa finca? ¿Y qué tenía que ver con su sangre?

De pronto, un crujido a su izquierda. Giró el rostro, lista para disparar. Pero la silueta era conocida.

—¿Viniste a vigilarme o a morirte de frío? —preguntó, sin dejar de apuntar.

Nikolai levantó las manos, burlón.

—Podría preguntarte lo mismo. —Se acercó—. El acceso sur está minado. No entres por ahí.

—No ibas a decírmelo, ¿verdad?

—Quizá. Quizá no. Me gusta ver si aprendes sola.

Ella guardó el arma, pero no la tensión.

—¿Y tú? ¿Vas a entrar conmigo?

—No. Tú entras. Yo cuido la salida. Y a los fantasmas.

Hubo un silencio. Largo. Lleno de todo lo que no decían.

—No me jodas, Volkov. Si me pasa algo ahí dentro, no vengas a buscar mis restos para hacerte el mártir.

—Tú no dejas restos, Irina —respondió él, casi con ternura—. Dejas fuego.

Ella bajó la mirada, incómoda. Luego subió al auto, sin decir más.

El motor del viejo Land Rover aún emitía chasquidos cuando se estacionó en la cima del bosque. Desde ahí, la finca era apenas una mancha entre la niebla.

A través de los binoculares, Nikolai la observaba. Cada luz, cada sombra. Esperaba una señal. Un movimiento. Pero lo único que oía era su respiración: firme, controlada.

Por fuera, era el Volkov de siempre. El Lobo. Implacable.

Pero por dentro, algo hervía.

—Kairós.

Otra vez ese maldito nombre.

Kiryl lo había dicho con miedo, como si pronunciara una maldición. Incluso en su delirio, antes de desmayarse por el dolor, lo susurraba como si invocara un demonio.

¿Y ahora resultaba que ese nombre también perseguía a Irina? ¿Que todo se reducía a una sola figura que ni siquiera Arkadi se atrevía a enfrentar?

Nikolai apretó los dientes. Se giró, golpeó el árbol más cercano con el puño. El crujido no fue de la madera.

—Maldito sea —murmuró.

Se sentía manipulado. Usado. Como si todas sus decisiones lo estuvieran empujando hacia un lugar donde nunca tuvo control. Y eso lo enloquecía más que cualquier enemigo visible.

Su mirada volvió a la finca justo cuando la silueta de Irina se fundía con la niebla. Sintió una punzada en el pecho. No de miedo. De impotencia.

Ese maldito nombre.

Kairós.

Siempre detrás de todo. Siempre fuera a su alcance. Como si alguien más escribiera las reglas.

Nikolai bajó los binoculares y cerró los ojos un instante.

—No más. Esta vez, voy a encontrarlo.

Un soplo de viento hizo que girara la cabeza apenas...como si lo hubiera presentido.

En una sala oscura, lejos de ahí, una figura inmóvil observaba a través de múltiples pantallas. Los mapas parpadeaban. Los rostros aparecían y se desvanecían. No hablaba. No hacía falta.

La silueta era alta, elegante. El rostro velado por la sombra de un biombo. La luz de una lámpara de aceite apenas iluminaba el contorno de sus dedos, donde un relicario antiguo colgaba como un juramento.

—Así que el Lobo vuelve a aullar… —susurró.

Una imagen congelada: Irina, descendiendo del vehículo. Sus ojos, determinados. El eco de un linaje que ni ella comprendía del todo.

—Y la Sombra busca su raíz.

El relicario fue guardado con cuidado en una caja de terciopelo. Luego, la figura se inclinó y presionó un interruptor oculto.

En algún rincón de la ciudad, una señal se activó.

—Dejen que entren. Solo así podrán comprender. Solo así podrán romperse.

Y mientras la noche caía más densa sobre Riga, la figura permanecía en su sitio, vigilante.

No era un dios. No era un fantasma.

Era algo peor: alguien que siempre había estado allí.

Observando.




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