Al llegar al hospital, la atmósfera era tan fría y clínica como el silencio que se había apoderado de Arthur y Katie. Ninguna palabra emergía de sus labios; sus respuestas se expresaban únicamente a través de gestos temblorosos y miradas vacías, como si el horror vivido hubiera sellado sus voces para siempre. En ese ambiente desolador, Katie se aferraba desesperadamente a dos objetos que parecían ser su única conexión con el pasado: la máscara de Matthew y el álbum de fotos de Patrick. Con cada apretón, esos recuerdos se convertían en un escudo contra la cruda realidad que no se atrevía a enfrentar.
Al notar la profunda conmoción de los jóvenes, los adultos optaron por no insistir en que hablaran. Sin querer presionarlos, decidieron que lo mejor era llevarlos a casa, convencidos de que el refugio del hogar podría, al menos, ofrecer un consuelo momentáneo. Los dos se miraron en silencio y se despidieron con un leve gesto de mano, conscientes de que no se les permitiría salir por un tiempo. Así, entre silencios forzados y breves asentimientos, se organizó el traslado, dejando atrás la impersonal frialdad del hospital.
Una vez que llegaron a la casa de los Grayson, la atmósfera se volvió casi insoportable, cargada de un silencio denso y punzante. Ferdinand y el resto del grupo estaban reunidos en la sala, donde la tensión se palpaba en el aire. Sin previo aviso, Ferdinand, con la mirada intensa y el rostro endurecido por el dolor y la rabia, se acercó a Katie. Su voz, áspera y cargada de reproche, rompió el silencio:
—Katie, ¿qué fue lo que pasó? —inquirió mientras sus ojos se oscurecían al observar las manchas rojas en la ropa de su prima—. ¿Dónde estabas?
Katie, con los ojos enrojecidos y las manos temblorosas, bajó la mirada. Con voz entrecortada y gestos vacilantes, comenzó a relatar lo ocurrido: la emoción de la pijamada entre amigos, el cálido refugio que se había tornado en pesadilla con la aparición ineludible del asesino, y cómo, en un instante cruel, Matthew había perdido la vida. Cada palabra parecía pesar toneladas, y al pronunciar su nombre, su voz se quebraba en un lamento ahogado.
El relato, impregnado de dolor y resignación, sumió la sala en un silencio mortal. Fue entonces cuando Ferdinand, incapaz de contener su furia, explotó:
—¡¿Por qué aceptaste ir?! —su voz, rota por la ira, resonó por la estancia—. ¡Esto es tu culpa! Si no hubieras accedido a ir, nada de esto habría pasado.
La acusación cayó sobre Katie como un puñal.
—No… no era mi intención… —balbuceó, con el rostro inundado de lágrimas.
—Aun así, sabías que era peligroso estar sin un adulto —replicó Ferdinand con una frialdad implacable.
Katie se quedó muda, aferrándose con fuerza al álbum, evitando la mirada de los presentes. Ferdinand, sin ceder un instante, continuó con voz cortante:
—Dame tu máscara, Katie.
—¿Mi máscara? ¿Por qué? —preguntó ella, incrédula.
—Ya no quiero que salgas, ni que causes más daño — dijo Ferdinand, girándose lentamente para enfrentar al grupo, que se había sumido en un silencio inquietante —. Hablaré con mi madre sobre esto.
Con una tristeza resignada, Katie asintió. Lentamente, retiró la máscara de su rostro y se la entregó a su primo, sus dedos aún temblorosos. En ese preciso instante, Sally, con tono burlón y desafiante, intervino:
—¿No crees que te estás pasando de idiota, Ferdinand? Nadie aquí te obedece; no fuiste tú quien formó el grupo.
Kenneth asintió, añadiendo con firmeza:
—Sally tiene razón, no puedes querer mandar en todo.
Oliver, preocupado por la escalada, trató de mediar:
—Chicos… cálmense.
Pero Jade, con una frustración contenida, murmuró:
—Es que tienen razón…
Ferdinand soltó una risa amarga mientras apretaba la máscara del oso amarillo en su mano, y con voz grave y decidida exclamó:
—No pueden hablar, ni siquiera estar cerca de mi prima. Solo Ciro y Oliver podrán acompañarla, y eso, únicamente en la escuela. De aquí en adelante, ella no existe para ustedes.
El silencio se apoderó de la sala. Los rostros, atónitos, reflejaban una mezcla de sorpresa y consternación. Fue en ese instante cuando Sally, siempre impulsivo, se levantó de golpe del sofá y se lanzó hacia Ferdinand. Sin mediar palabra, le propinó un puñetazo que lo hizo tambalear, derribándolo al suelo. El rubio, insatisfecho, lo siguió golpeando, pero esta vez son patadas, pero fue rápidamente detenido cuando Oliver y Kenneth lo jalaron hacia atrás.
—¿Qué mierda te pasa, Sally? — preguntó Ferdinand, resignado, mientras se tocaba la cara hinchada, ignorando el moretón que ya se formaba.
Sin detenerse, Sally lanzó de nuevo su acusación, con voz cargada de odio y dolor:
—Es tu culpa, la muerte de Matthew — sentenció con tono amargo —. Si no siguieras escondiendo cosas de nosotros y realmente ayudaras, esto no estaría pasando.
La sala vibraba con la tensión del enfrentamiento, cada palabra y gesto marcaba una herida abierta en el alma de los presentes, mientras el eco de las acusaciones y la violencia se mezclaban en un ambiente ya saturado de tragedia.
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hay amor, hay muchas muertes y tristesas, hay mucho misterio y suspenso
Editado: 10.10.2025