La lluvia caía con una constancia tranquila, dibujando ríos finos en los vidrios del auto mientras el mundo exterior se desdibujaba en tonos grises y verdes. Dentro del vehículo, en cambio, todo era luz. Las risas rebotaban de asiento en asiento como si quisieran quedarse ahí para siempre, atrapadas entre chistes familiares y canciones desafinadas que solo ellos sabían cantar.
Elina iba en el asiento trasero, mirando cómo las gotas competían en una carrera sin sentido por llegar al borde de la ventana. No había señales de lo que estaba por venir, ninguna advertencia en el cielo plomizo, ningún presentimiento en su pecho. Solo la lluvia. Solo la música. Solo su familia. Su padre y su hermano.
Entonces, el horrible y ensordecedor rugido de un motor ajeno quebró la armonía. Fue cuestión de segundos. Un destello de luces, un chirrido monstruoso, un impacto seco que lo cambió todo. Y luego, silencio. No el silencio de la calma, sino ese otro, espeso e inmóvil, que sólo sigue a los gritos apagados y al crujido del metal doblado.
Despertó entre vidrios rotos, sangre tibia y el olor a combustible. Sus manos temblaban, su cuerpo dolía, pero lo peor fue lo que sus ojos encontraron cuando se atrevió a mirar. La risa se había ido. Y con ella, su mundo.
Ella sobrevivió.
Pero en ese instante, supo que no saldría intacta.
Las primeras semanas tras el accidente estuvieron llenas de interrogantes, pero también de una espesa niebla emocional que la mantenía ajena a lo que realmente ocurrió. El dolor físico la consumía, pero el emocional, aún más. Aislada en su mundo de recuerdos rotos y silencio, Elina intentó reconstruirse, aprender a vivir sin las voces de su padre y su hermano, aquellos que la habían acompañado hasta el último suspiro.
Sin embargo, poco a poco, comenzaron a llegarle fragmentos de información que no terminaba de encajar. No eran detalles de la tragedia, sino pequeñas pistas, sutiles pero inquietantes, que dejaban entrever que no todo fue como le habían contado. Un número de teléfono perdido en el fondo de una vieja libreta, un mensaje que alguien había olvidado borrar de su teléfono, la mirada desconcertante de un amigo de la familia cuando la vio por casualidad. Todo parecía indicar que el accidente no fue un simple infortunio, como le hicieron creer, sino una tragedia planeada.
Intrigada y desconcertada, Elina empezó a indagar en lo que había quedado oculto tras las cortinas de la fatalidad. No pasaron muchos días antes de que la verdad emergiera, tan hiriente y devastadora como la noche del accidente. La persona en quien más confiaba, alguien que había estado cerca de su familia durante años, había tramado todo. Un enemigo oculto bajo la apariencia de un amigo. Un plan de venganza, motivado por celos y ambición, que se había gestado durante meses, tal vez años, en la oscuridad.
Con la revelación vino una nueva carga, una que ni siquiera el dolor de la pérdida podía preparar para soportar. Elina ya no solo debía afrontar la ausencia de los que amaba, sino que debía enfrentar la amarga realidad de que había sido víctima de una traición profunda. Algo dentro de ella se rompió irremediablemente en ese momento. La vida, que ya había perdido su rumbo, se tornó aún más impredecible, marcada no solo por la tragedia, sino por la sensación de estar atrapada en una red de mentiras y engaños que la rodeaba por completo.
Y entonces, Elina comprendió que la supervivencia, al igual que el dolor, no tiene un final claro. No se trata solo de seguir adelante, sino de enfrentarse a la oscuridad que se oculta en las personas que uno cree conocer, de navegar por un mar de traiciones y de reconstruir una vida en la que la confianza, tal vez, jamás vuelva a ser lo que fue.
"Y así seguimos adelante, botes contra la corriente, empujados sin descanso hacia el pasado".
-El Gran Gatsby-
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Editado: 04.06.2025