La ciudad de Darsen, más grande que Millhaven, tenía un corazón de concreto y acero. Rascacielos opacos, cámaras en cada esquina y rostros cansados entre el humo de los cafés. Allí, entre el laberinto de avenidas, Amara y Owen caminaban rápido, disfrazados de rutina. Nada en su apariencia llamaba la atención. Eso era intencional.
—Según los registros filtrados por Elina, esta es la sede de lo que queda de la Fundación Eirené —dijo Amara, señalando un edificio anodino en una zona de oficinas gubernamentales—. Legalmente está desactivada desde 2017. Pero si alguien sigue moviendo cosas desde dentro, lo notaremos.
Owen asintió, lanzando una mirada a la fachada de cristal. Sus reflejos se deformaban en el vidrio.
—Tengo un contacto que trabajó aquí. Fue archivista hasta que lo echaron sin explicación —dijo, sacando su teléfono—. Vive a unas calles. Si alguien sabe qué quedó oculto, será él.
Caminaron hasta un viejo departamento de ladrillo rojo. Tres pisos, escaleras desvencijadas y una puerta cubierta de papeles políticos y anuncios de protesta. Owen golpeó tres veces, luego una pausa, luego dos más.
La puerta se entreabrió con lentitud.
—¿Owen? —Una voz grave, ronca—. ¿Tú estás loco o desesperado?
—Las dos cosas —respondió él con media sonrisa—. No vengo solo. Ella es Amara. Necesitamos tu memoria.
El hombre, de barba cana y ojos quemados por noches frente al computador, se presentó como Milo Brenn. Una especie de ermitaño moderno, guardián de documentos que nadie quería leer. El interior del departamento parecía una biblioteca del apocalipsis: montañas de carpetas, cajas de cables, discos duros etiquetados con fechas antiguas.
—¿Sabes qué haces viniendo aquí? Si alguna de sus cámaras te captó, no tienes ni una hora antes de que alguien golpee esa puerta.
—No tenemos otra opción —dijo Amara—. Estamos buscando lo que la fundación realmente hacía. Lo que Adler construyó a través de ella. Y lo que Dalia Ricci dejó atrás.
Milo la miró con intensidad.
—¿Dalia Ricci? —dijo, como si no escuchara ese nombre desde hacía años—. Creí que nadie más la recordaba.
Se giró, caminó entre cajas, y sacó un archivador del fondo de un armario metálico. Polvoriento, etiquetado como "Peregrinus. Código DR-A1".
—Esto lo encontré por accidente, justo antes de que me echaran. El expediente no tenía sello oficial, ni número de registro. Solo estas iniciales. DR. Ella diseñó algo, Amara. Algo que se adelantó a su tiempo.
Amara hojeó los documentos. Códigos, esquemas, descripciones de modelos cognitivos. Un sistema que parecía destinado a "medir la predisposición ética de los ciudadanos a través de sus interacciones digitales". No solo vigilancia. Juicio. Diagnóstico. Perfilamiento.
—Dalia... no era una víctima. Ella construyó el primer esqueleto del algoritmo —murmuró Amara.
—Sí —afirmó Milo—. Pero hay algo más. En las notas finales de sus archivos, Dalia deja constancia de que intentó detener el proyecto. Incluso robó datos clave y los ocultó. Aquí —dijo, sacando un mapa doblado—. Una ubicación subterránea, abandonada. Una estación de tren clausurada bajo la ciudad.
Owen lo miró incrédulo.
—¿Una estación? ¿Qué tan segura puede ser?
—No es solo una estación —replicó Milo—. Según el plano, tenía una sala de servidores y una cámara criogénica. Un núcleo de respaldo. Creen que parte del sistema Oráculo aún duerme allí.
Amara y Owen intercambiaron una mirada.
—Vamos allá —dijo ella, doblando el mapa—. Esta noche.
-
La entrada a la estación estaba oculta tras una construcción en ruinas. Entre muros derruidos y grafitis desgastados, una reja oxidada daba acceso a una escalera estrecha. Bajaron sin linterna. Solo la tenue luz de las pantallas de sus celulares les servía de guía.
El aire olía a polvo y metal viejo. Bajaron tres pisos hasta llegar a un pasillo cubierto de azulejos rotos. A lo lejos, el eco de su propia respiración.
—Estamos dentro del sistema de túneles que usaban antes del metro moderno —dijo Owen—. Según el mapa, hay una bifurcación. Una lleva a la línea clausurada. La otra... a la cámara central.
Eligieron la bifurcación sur. Al fondo, una puerta de acero reforzada se alzaba como un centinela dormido. Amara usó una ganzúa electrónica. El zumbido del desbloqueo les puso los nervios de punta.
Adentro, el silencio era absoluto.
Las paredes estaban cubiertas de paneles y cables colgando como intestinos congelados. En el centro, una consola aún parpadeaba con energía residual. Un mensaje fijo brillaba en la pantalla negra:
"Si estás leyendo esto, significa que fracasé. —D.R."
Amara tembló.
—Dalia... Es su firma.
Owen conectó un pendrive con un software para extraer datos.
—Aquí hay algo más —dijo, abriendo un archivo de video comprimido—. Parece que fue grabado hace años.
En la pantalla apareció una mujer joven, de cabello oscuro y ojos vidriosos por el insomnio. Estaba en un laboratorio improvisado.
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Editado: 04.06.2025