El crujido del metal oxidado aún resonaba en los túneles mientras Elina apretaba los dientes, respirando con dificultad. Su cuerpo temblaba por la mezcla de adrenalina y miedo. El disparo que Raphael había hecho momentos atrás aún vibraba en sus oídos. Mark la jaló del brazo, obligándola a correr entre las sombras irregulares de la mina.
—¡Por aquí! —susurró él, aunque no había nadie cerca que pudiera oírlos... todavía.
Elina miró por encima del hombro. La luz de una linterna titilaba en la distancia, oscilando con los pasos de alguien que los seguía. Raphael. Siempre un paso detrás, como un depredador que disfrutaba del juego.
La mina parecía no tener fin. Galerías que se desviaban como las arterias de un cuerpo muerto. Polvo suspendido en el aire, vestigios de un pasado que nadie osaba tocar. Pero ahora, cada túnel era una posibilidad de escape... o una trampa mortal.
—¿Dónde vamos? —preguntó Elina, la voz apenas un jadeo.
—Hay una salida secundaria, cerca del viejo ascensor de carga. Evan me habló de ella una vez, pero pensé que sólo era una más de sus historias. Intentemos ir por allí. —respondió Mark, con el rostro tiznado por el hollín, sus ojos alertas.
Doblaron una esquina y se detuvieron en seco. Del otro lado, una figura los esperaba en silencio.
—¡No...! —Elina alzó los brazos instintivamente, pero Mark reaccionó antes.
Con un movimiento rápido, le lanzó un pedazo de metal oxidado. La figura retrocedió, tambaleante. No era Raphael. Era uno de sus hombres. Elina aprovechó para correr, y Mark la siguió tras empujar al guardia contra una viga.
—Él no se va a detener —dijo Mark entre dientes—. Raphael sabe demasiado. Sabe quién es Dalia Ricci, lo que está en juego... y ahora nos ha visto investigando sobre Evan.
Elina lo miró de reojo. Quería preguntarle si confiaba en Evan. Si todo esto no era parte de otro juego más grande. Pero no era el momento. El aire se tornaba más pesado, las paredes de piedra parecían cerrarse sobre ellos. El techo crujía, débil.
Una detonación los hizo lanzarse al suelo. Tierra y grava cayeron desde el techo. Una carga había sido activada... Raphael estaba colapsando la mina.
—¡Nos quiere enterrar vivos! —gritó Elina, el pánico trepando por su garganta.
Mark se puso de pie, tosiendo—. No va a lograrlo. ¡Corre!
Llegaron a una compuerta metálica medio abierta. Del otro lado, un conducto de ventilación, apenas lo suficientemente ancho para que cupieran uno por uno. Mark se quitó la mochila y la arrojó al otro lado.
—Tú primero —ordenó.
Elina dudó. El rugido de una explosión más le empujó la decisión. Se metió en el túnel, gateando, sintiendo las rodillas rasparse con la superficie rugosa del metal. El calor se hacía insoportable, como si la mina ardiera desde dentro.
Cuando emergió del otro lado, vio luz. Una tenue claridad filtrándose desde una rendija en la roca. Mark salió detrás de ella, jadeando. Ambos se arrastraron hasta la abertura y empujaron la plancha de metal oxidada. Cayeron a un claro del bosque, cubiertos de polvo y sangre.
Pero no hubo tiempo para respirar. Desde la grieta en la roca, una voz los alcanzó:
—Elina... Mark... esto no ha terminado.
Raphael.
Su silueta permanecía al borde del túnel, la pistola en mano, la sonrisa apenas visible bajo la linterna.
Mark apuntó su arma, pero Raphael desapareció en las sombras como si la mina lo reclamara de vuelta.
—Se terminó por ahora —dijo Elina, con los ojos fijos en la abertura—, pero él no dejará esto así.
—No —Mark asintió, mirando el horizonte que comenzaba a teñirse con los primeros indicios del amanecer, habían pasado la madrugada en esa mina abandonada sin darse cuenta del tiempo—. Pero nosotros tampoco.
Se levantaron. Doloridos, magullados, pero vivos. Y eso, por ahora, era suficiente.
Empezaron a caminar sin rumbo, alejándose de la mina. Detrás quedaban los secretos de Dalia Ricci, los fantasmas del pasado... y un enemigo que no olvidaba.
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Editado: 04.06.2025