Sombras del Engaño

Capítulo 11. El guardián del umbral

La pantalla frente a él parpadeaba con un ligero zumbido. Cuatro ventanas abiertas. Una mostraba la entrada derrumbada de la mina, otra la carretera por donde Mark y Elina habían escapado, una tercera rastreaba un GPS colocado discretamente en el auto de Owen... y la última estaba en negro, como un ojo cerrado que aún no decidía si despertar.

Raphael miraba sin parpadear. La luz azulada del monitor bañaba su rostro anguloso, marcado por la tensión de años de secretos. Su despacho estaba enterrado bajo la montaña, entre paredes de hormigón y acero, lejos de cualquier mapa oficial. No había ventanas. Solo pantallas.

Una mujer de traje oscuro entró sin anunciarse. Llevaba una carpeta en la mano y el rostro tan inexpresivo como una estatua.

—Los cuatro están reunidos —dijo ella—. Cruzaron la carretera del sur hace una hora. Todo indica que regresarán a la entrada secundaria.

Raphael asintió lentamente, sin mirarla. Su atención seguía fija en las pantallas.

—¿Qué saben?

—Demasiado.

Un silencio largo. Raphael se inclinó hacia una consola y presionó un botón. Un archivo se abrió en pantalla. Era una imagen de Dalia Ricci, más vieja que en otras fotos conocidas. Estaba sentada frente a un escritorio, firmando documentos. Había algo en sus ojos. Culpa. Miedo. Decisión.

—Dalia... —murmuró Raphael, como si hablara con un fantasma—. Tú comenzaste esto. Y ahora ellos creen que pueden terminarlo.

—¿Quiere que active el protocolo de contención? —preguntó la mujer.

—No todavía —respondió él—. Si los dejamos llegar al acceso B-7... quizás entiendan por qué lo sellamos. Y si no lo entienden, al menos no saldrán para contarlo.

La mujer lo observó un instante.

—¿Y si logran abrir la puerta?

Raphael se levantó. Alto, elegante, con un andar sereno que contrastaba con la tormenta interna que se intuía tras sus ojos. Caminó hasta una vitrina blindada en la pared y apoyó su mano contra un lector. Se abrió con un susurro mecánico.

Dentro había un cuaderno. El original. El diario de Dalia Ricci.

Raphael lo tomó como si fuera sagrado.

—Si abren la puerta —dijo—, verán lo que ella vio. Lo que la destruyó por dentro. Y eso será suficiente.

--

En el exterior, la noche caía con violencia. La noche anterior se dedicaron a descansar para la gran noche, mientras que durante el día habían planeado la entrada y salida del lugar.

Todo parecía tan irreal, Mark les había proporcionado armamento táctico discreto que sólo se podía conseguir si eras alguien influyente en esa área.

Elina se ajustó la mochila al hombro, el cuerpo tenso, los pensamientos atrapados entre el miedo y la necesidad de saber. A su lado, Mark revisaba el cargador de su linterna táctica. Owen llevaba un mapa doblado en el bolsillo trasero. Amara sostenía la carpeta con los documentos que podrían, al fin, explicar todo.

Habían dejado el auto en un claro oculto y descendían ahora hacia la entrada secundaria que Elina y Mark habían usado días antes. Entre arbustos y piedras sueltas, el silencio era absoluto. Ni insectos, ni viento. Como si el mundo contuviera el aliento.

—Aquí es —susurró Elina, agachándose junto a una roca grande que cubría parcialmente la boca del túnel.

Entraron uno por uno. La oscuridad los tragó con suavidad, como si los esperara.

Las linternas iluminaron el pasadizo, húmedo y angosto. El aire olía a óxido, tierra mojada y algo más profundo... antiguo.

—Recuerdo este lugar —dijo Mark—. Aquí fue donde Raphael apareció.

—Y donde casi mueren —añadió Amara, sin dejar de avanzar—. El acceso B-7 está a unos doscientos metros más abajo, según el plano.

El camino era estrecho y descendente. A cada paso, el eco de sus respiraciones y el roce de las botas contra el suelo se volvían más fuertes. Como si el silencio amplificara todo.

Finalmente, llegaron.

La puerta estaba ahí.

Metálica, redonda, sellada como una compuerta de submarino. El símbolo grabado —una espiral doble encerrada en un triángulo— brillaba ligeramente bajo la luz. No había cerradura visible, ni palanca.

Owen se arrodilló frente a un panel lateral cubierto de polvo. Lo limpió con la manga.

—Aquí hay algo. Un lector de huellas.

—¿Crees que aún funcione? —preguntó Mark.

—Lo sabremos pronto.

Elina se acercó. Dudó un instante, luego colocó su mano sobre el lector. Un zumbido. Una luz roja parpadeó. Nada.

Lo intentó otra vez. El mismo resultado.

—No eres ella —murmuró Amara—. Necesita la huella de Dalia.

—No necesariamente —interrumpió Owen—. Estas cosas también pueden aceptar claves de acceso si la huella no responde. Puede haber una secuencia alternativa.

—¿Qué tipo de código? —preguntó Mark.

—No lo sé —respondió Owen—. Pero esta gente solía dejar pistas en todas partes.



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En el texto hay: misterio, venganza, ficcion

Editado: 20.06.2025

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