La luna llena bañaba el oscuro valle de Tesalia con un resplandor tenue y pálido, haciendo que las sombras parecieran más profundas y cada rincón, más siniestro.
Entre riscos y montañas irregulares, un santuario en ruinas se alzaba solitario, sus muros de piedra antigua, erosionados y cubiertos de musgo, eran lo único que quedaba de lo que alguna vez fue un lugar de veneración. Los escalones que llevaban a la entrada, gastados y rotos, parecían haber sido tallados hace siglos por manos ahora olvidadas, y en el centro de todo, un altar de mármol negro relucía bajo la luz de la luna, como un abismo sólido.
Nalia se encontraba de pie, inmóvil, a un lado del altar. Su figura esbelta, envuelta en una armadura ligera de metal oscuro que brillaba tenuemente, parecía flotar en medio de las sombras. Su piel, pálida y etérea bajo la luna, reflejaba una belleza sombría, una que parecía casi antinatural. Sobre sus brazos y clavícula, marcas negras serpenteaban como tatuajes malditos, formando patrones que parecían tener vida propia, oscilando con suavidad con cada latido de su corazón.
Observó las marcas en sus brazos. Eran la huella de su linaje maldito, un recordatorio de la traición de su bisabuela, la sacerdotisa que intentó desafiar a los dioses. Las marcas no solo adornaban su piel; cada línea representaba un momento en que Nalia había usado sus poderes oscuros para Hades, y con cada uso, el precio era alto. Los tatuajes avanzaban un poco más, reclamando lentamente su cuerpo y su alma. Sabía que algún día esas marcas la consumirían por completo y, en ese momento, no quedaría nada de la humana que había sido.
La brisa fría de la noche le rozaba el rostro, moviendo su cabello negro como la noche que caía hasta su cintura. Nalia cerró los ojos y respiró hondo para llenarse de la calma inquietante que ofrecía el santuario. Por fuera, parecía impenetrable, fuerte y serena, pero por dentro, la soledad de siglos pesaba en su pecho como una losa imposible de mover. Desde que tenía memoria, había servido al inframundo, obedeciendo la voluntad de Hades, cazando criaturas que se atrevían a romper el equilibrio sagrado entre la vida y la muerte.
Lejos de considerarse una heroína, Nalia sabía que era un instrumento de castigo, un medio para que el dios mantuviera el orden. Cada batalla, cada misión en nombre de los dioses le recordaba la carga de su linaje. No tenía elección, no podía huir de su destino. Incluso si hubiera querido, no había lugar en el que pudiera esconderse de la omnipotencia de Hades.
El viento sopló con más fuerza, y en el susurro de las hojas, la chica escuchó la voz que había llegado a temer y detestar en igual medida.
—Nalia —susurró la voz de Hades, resonando desde las sombras como un eco distante.
Ella alzó la vista hacia el altar. La figura espectral del dios de los muertos apareció entre los pliegues de sombras que se reunían como una bruma densa y oscura. Los ojos de él, fríos y vacíos como pozos sin fondo, la miraban fijamente. Su apariencia era la de un rey oscuro y majestuoso, cubierto por un manto negro que parecía absorber la luz a su alrededor.
—Maestro —dijo ella, bajando la cabeza en una reverencia controlada, aunque en su pecho ardía la resistencia.
—Es hora de otra cacería —murmuró, y su voz arrastró un frío tan profundo que pareció congelar su sangre. Un leve destello en sus ojos indicó que él también sentía el peso de la maldición que le había impuesto a su linaje. No era solo un dios cruel; en algún nivel, era consciente del sacrificio que implicaba para ella.
El dios extendió una mano y de su palma emergió una esfera de sombras que giraba y se retorcía, como una criatura viva atrapada. Al instante, una imagen apareció en su mente: una criatura escapada del inframundo, un ser que había logrado traspasar las barreras sagradas y amenazaba la paz de los vivos. Como siempre, no había instrucciones detalladas, no había explicaciones. Solo el mandato de Hades.
Nalia asintió en silencio, aceptando el nuevo encargo, y con un susurro de sombras, él se desvaneció, dejando atrás un silencio pesado, casi insoportable.
Después de asegurarse de que estaba sola nuevamente, suspiró y miró hacia el horizonte. No había nadie que la esperara, nadie que pensara en ella con amor o siquiera con preocupación. Sus seres queridos, sus padres y abuelos, todos habían caído víctimas de la misma maldición, y ahora solo quedaba ella para cumplir el destino oscuro de su linaje.
Nalia cerró los ojos y extendió su mano para invocar las sombras. Las sombras respondieron con una obediencia ansiosa, envolviéndola en un remolino oscuro que la transportó fuera del santuario.
Cuando abrió los ojos, se encontraba en un bosque denso y sombrío, donde los árboles parecían retorcerse hacia el cielo como manos desesperadas. Las sombras eran su refugio y su prisión a la vez, y aunque le permitían moverse con sigilo, cada vez que las usaba, sentía cómo su humanidad se desvanecía un poco más.
El bosque era antiguo, envuelto en una niebla que olía a humedad y hojas podridas. Nalia avanzó con cautela, pisando la tierra blanda y esquivando raíces gruesas que sobresalían del suelo. A lo lejos, se escuchaba el crujir de ramas, el sonido de algo moviéndose entre los árboles. Sabía que no estaba sola. La criatura que había escapado del inframundo estaba cerca.
Mientras caminaba, su mente se llenó de pensamientos oscuros y fragmentos de recuerdos. Recordó a su madre, una guerrera de espíritu feroz que también había servido a Hades hasta que ella fue lo suficientemente mayor para tomar su lugar. Había amado a su madre, aunque la imagen de su rostro comenzaba a desvanecerse en su memoria. Recordaba cómo la observaba en secreto, preguntándose si algún día tendría que soportar el mismo peso. Y aquí estaba, atrapada en una vida que apenas podía llamar suya.
El sonido de un gruñido bajo y gutural la sacó de sus pensamientos. Sus músculos se tensaron, y sus ojos violetas se enfocaron en la silueta que emergía de entre los árboles. Era la criatura que Hades le había enviado a capturar, una bestia infernal con forma humanoide, pero con colmillos y garras que destellaban bajo la luz de la luna. Sus ojos rojos se fijaron en ella, llenos de odio y desesperación, como si supiera que era el final de su libertad.