Sombras del Valle de Hollow Creek

Capítulo 2: El bosque que respira

La casa Whitmore se alzaba al final de un camino cubierto de hojas húmedas.
Era una construcción antigua, de madera ennegrecida por la lluvia, con las ventanas empañadas y un porche que crujía con cada paso.

Elara aparcó frente al portón y permaneció un momento dentro del coche, observando la fachada. Había olvidado lo imponente que parecía, como si los árboles del bosque se inclinaran hacia ella para protegerla… o para devorarla.

Cuando bajó, el aire olía a tierra mojada y a algo más. Un perfume antiguo, casi dulce, como la mezcla de jazmín y humo.

—Sigues igual —murmuró al ver la casa—. Igual de viva.

Dentro, el silencio era espeso. Las sombras cubrían las paredes, y el reloj del pasillo marcaba las cuatro y diez, detenido desde hacía años.

En el salón, las cortinas se movían a pesar de que las ventanas estaban cerradas.

Elara recorrió las habitaciones lentamente, pasando los dedos por los muebles cubiertos de polvo. En cada rincón parecía escuchar un eco de su infancia: la risa de su madre, el crujir del suelo bajo los pies descalzos, el canto de los grillos en las noches de verano.

Al abrir la puerta trasera, el bosque se extendió ante ella, inmenso y respirante.

Las ramas se mecían sin viento, como si la naturaleza se moviera a su propio ritmo, ajena a cualquier ley humana. Un zumbido sutil recorría el aire; Elara no supo si era el sonido de los insectos o el murmullo de algo más profundo.

Dio un paso, y luego otro.

El suelo estaba cubierto de musgo, tan blando que sus botas apenas hacían ruido.

Cada árbol parecía observarla. No era una sensación infantil ni irracional: había una presencia tangible, algo que la envolvía, como si el bosque supiera su nombre.

—No puede ser —susurró, recordando las historias que su madre contaba.

“Las sombras no te harán daño, Elara, mientras no las llames.”

Pero algo la llamó a ella.

Un destello, una vibración en el aire.

Y entonces lo vio.

A unos metros, entre la neblina, una figura.

Alta, inmóvil, casi fusionada con el entorno. Un hombre de cabello oscuro, piel pálida, mirada profunda que parecía contener siglos. No llevaba abrigo, y sin embargo, no parecía sentir el frío.

Elara dio un paso atrás, el corazón desbocado.
—¿Quién está ahí? —preguntó, intentando sonar firme.

La figura no respondió. Solo la miró, con una calma inquietante, como si la hubiera estado esperando.

—No deberías estar aquí —dijo él, finalmente. Su voz era grave, pero extrañamente suave.

—Yo… —ella buscó las palabras—. Esta es mi casa.

Él inclinó la cabeza, y por un instante, su expresión cambió: de advertencia a sorpresa.
—Whitmore… —susurró, casi para sí.

Elara sintió un escalofrío.
—¿Cómo sabes mi apellido?

Pero cuando dio un paso hacia adelante, la figura ya no estaba. Solo quedaba la niebla.

El bosque volvió a su silencio, aunque algo había cambiado. El aire era más denso, como si una puerta invisible se hubiera abierto entre dos mundos.

Elara permaneció quieta unos segundos, mirando el lugar donde aquel hombre había estado. Parte de ella quería correr de vuelta a la casa, encerrarse, olvidar. Pero otra parte —la más peligrosa— quería encontrarlo de nuevo.

Esa noche no logró dormir.

En sus sueños, el bosque respiraba. Y entre los árboles, la sombra del hombre la observaba con ojos que parecían brillar en la oscuridad.

Y entonces, justo antes de despertar, oyó su voz, clara como el viento que atraviesa una grieta:

—Elara… ya no estás sola.



#1220 en Fantasía

En el texto hay: fantasia oscura, ficcion

Editado: 22.12.2025

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