El amanecer llegó cubierto de neblina, como si el bosque se negara a dejar pasar la luz.
Elara no había dormido. Se quedó sentada en el suelo del salón, frente al fuego que chispeaba débilmente en la chimenea. El colgante de luna descansaba sobre la mesa, aún tibio, como si conservara el calor de una mano invisible.
Afuera, el mundo era gris y húmedo. Adentro, cada rincón parecía contener un recuerdo que la casa se negaba a soltar.
Cuando se levantó, algo cambió en el aire. El sonido del reloj volvió a detenerse. La llama de la vela junto al retrato de su madre titiló una, dos, tres veces… y luego se apagó sin viento alguno.
—Basta —dijo Elara, aunque no sabía a quién se lo decía.
Subió las escaleras hacia la habitación principal. El suelo crujía como si la madera murmurara con cada paso. Al abrir la puerta, un aroma familiar la envolvió: lavanda y humo.
En el tocador había un espejo ovalado cubierto con una sábana blanca. Elara dudó unos segundos antes de quitarla.
El reflejo la hizo retroceder.
No estaba sola.
Detrás de su propia imagen, en el fondo del espejo, se alzaba una silueta oscura. No era nítida, sino formada por sombras líquidas, como si la oscuridad misma tomara forma humana.
—No tengo miedo —murmuró, aunque su voz temblaba.
—No deberías tenerlo —respondió una voz grave, tan cerca que el aire se estremeció.
Elara giró bruscamente.
Aiden estaba allí.
No supo cómo había entrado. No oyó la puerta, ni pasos, ni ruido alguno. Simplemente estaba de pie frente a ella, envuelto en la penumbra, el cabello mojado, la mirada tan intensa que parecía atravesar el alma.
—¿Cómo entraste? —preguntó.
—No hay puerta que pueda detener lo que soy.
Ella retrocedió un paso.
—Entonces… ¿qué eres?
Aiden guardó silencio unos segundos, como si buscara palabras que pudieran explicar lo inexplicable.
—Un guardián —dijo al fin—. Uno que juró proteger tu sangre, aun cuando el precio fuera mi libertad.
—¿Mi sangre?
—Tu linaje —respondió él, acercándose lentamente—. Los Whitmore están ligados a este bosque desde hace siglos. Y tú… eres la última.
Elara sintió que el mundo se estrechaba a su alrededor.
—Mi madre te conocía. Lo vi en su diario. En una fotografía. —Le temblaba la voz—. ¿Cuántos años tienes, Aiden?
Él no contestó de inmediato. La miró con una tristeza antigua.
—Demasiados.
La habitación se llenó de un silencio pesado.
—Ella también te amó, ¿verdad? —preguntó Elara, con un hilo de voz.
Aiden bajó la mirada.
—No como tú.
El corazón de Elara se detuvo un instante. Algo dentro de ella —una mezcla de miedo, deseo y destino— la empujó hacia adelante.
—¿Qué significa eso? —susurró.
—Que el vínculo no se repite —dijo él, sin apartar la vista de sus ojos—. Que esta vez no hay juramento que pueda protegerte de mí… ni a mí de ti.
La distancia entre ambos se desvaneció. Podía sentir el calor de su aliento, la electricidad que vibraba en el aire.
Y entonces, de pronto, las luces de la casa se apagaron.
Un estruendo recorrió las paredes. Las ventanas se abrieron de golpe, y un viento gélido invadió la habitación.
Aiden reaccionó al instante, extendiendo una mano. Las sombras se arremolinaron a su alrededor, obedeciéndolo, formando un muro oscuro que rodeó a Elara para protegerla.
—¡Aléjate de las ventanas! —gritó.
Ella obedeció sin entender. Podía sentir el pulso del bosque afuera, una fuerza viva golpeando contra las paredes, como si algo quisiera entrar.
—¿Qué es eso?
—El precio —dijo Aiden, con los ojos encendidos de luz plateada—. Cada generación Whitmore lo paga.
Las sombras se deshicieron lentamente, y el silencio volvió, espeso y húmedo.
Cuando todo terminó, Aiden se inclinó hacia ella, el rostro apenas iluminado por la tenue luz del amanecer.
—Hay cosas que aún no recuerdas, Elara. Pero el bosque sí.
—¿Qué debo hacer? —preguntó, temblando.
—Elegir —susurró él—. Entre la oscuridad que te llama… o la verdad que puede destruirte.
Luego desapareció, igual que la primera vez: como si nunca hubiera estado allí.
Elara se quedó sola, con la casa latiendo a su alrededor y el colgante brillando de nuevo sobre su pecho.
Afuera, el bosque exhaló un suspiro largo, y por primera vez, ella creyó oírlo claramente decir su nombre.