El bosque conocía su nombre mucho antes de que los humanos lo pronunciaran.
Aiden caminaba entre los árboles con el paso silencioso de quien pertenece a la tierra misma. Cada hoja, cada raíz, cada sombra, lo reconocía. Lo había visto nacer, morir y renacer más veces de las que podía recordar.
Pero esa noche, algo era distinto.
Elara había regresado.
El aire sabía a memoria.
Habían pasado más de ciento cincuenta años desde que su juramento fue sellado, bajo la luna roja de Hollow Creek. Él y los ancestros Whitmore habían pactado con las fuerzas del bosque para proteger la frontera entre los vivos y lo que venía después.
En aquel tiempo, los Whitmore eran guardianes, intermediarios entre lo humano y lo oculto. Pero con los siglos, olvidaron. Renunciaron al vínculo.
Aiden no.
Su cuerpo había permanecido atrapado entre la vida y la muerte, su alma atada a las sombras que custodiaban el valle. Cada amanecer lo encontraba igual: sin edad, sin descanso, con el peso del juramento hundido en los huesos.
“Protegerás a la sangre Whitmore hasta el último suspiro del linaje.”
Y ahora solo quedaba ella.
Caminó hasta el claro donde la luna se filtraba entre las ramas. Allí, el río reflejaba un resplandor pálido, y el eco de su propia soledad le devolvió un murmullo.
—No puedes acercarte —dijo una voz femenina a su espalda.
Era Mara, una sombra antigua, compañera y guardiana como él, aunque menos humana. Su forma era cambiante: humo, luz y algo parecido a carne.
—El juramento te prohíbe amarla, Aiden —continuó ella—. Si rompes el lazo, el bosque reclamará lo que le pertenece.
—Ya no soy suyo —respondió él, sin mirarla.
—Lo serás siempre. Hasta que tu cuerpo se disuelva en la tierra que te parió.
Aiden apretó los puños.
—No entiendes. Ella es diferente.
—Todas lo fueron —replicó Mara, acercándose—. Cada una de su línea te miró con los mismos ojos, y cada una murió antes de comprenderte.
—Elara no.
La sombra sonrió, amarga.
—Entonces el precio será tu alma.
El silencio volvió, quebrado solo por el sonido del río. Aiden levantó la vista hacia el horizonte. La casa Whitmore se alzaba en la distancia, iluminada débilmente.
Sentía su presencia.
Su respiración.
El pulso de su miedo, de su curiosidad, de su deseo.
“No debería ir,” pensó. Pero las sombras no obedecían sus pensamientos. Se movían con él, lo arrastraban hacia donde el destino exigía.
Cuando llegó al borde del jardín, la vio junto a la ventana, con el cabello suelto, iluminada por la luz temblorosa de una vela.
Elara.
Su nombre era una herida y un rezo a la vez.
El bosque guardó silencio cuando la miró. Por un instante, todo lo que era oscuro pareció suspenderse, como si la naturaleza misma lo observase romper una ley antigua.
Entonces habló, apenas un susurro.
—No temas.
Ella no podía oírlo.
Pero en sus ojos —a través del vidrio empañado— vio un brillo que lo detuvo: no era miedo, era reconocimiento. Como si algo en su alma recordara lo que sus recuerdos habían olvidado.
Aiden dio un paso hacia adelante. El suelo vibró.
De pronto, el aire se volvió denso, y la voz de Mara resonó en su mente:
“Si la tocas, ambos caerán.”
Las sombras se agitaron a su alrededor, intentando contenerlo. Pero Aiden las apartó con un solo gesto.
—Entonces caeré —susurró.
En la casa, Elara levantó la cabeza, como si hubiera escuchado su voz a través del viento.
Y Aiden comprendió que ya no había retorno.
El juramento se estaba rompiendo.
Por primera vez en siglos, el bosque respiró distinto. Y en algún lugar bajo la tierra, algo —antiguo, dormido y hambriento— comenzó a despertar.