El bosque la recibió sin sonido.
No había canto de aves, ni crujir de ramas, ni el susurro del viento. Solo un silencio absoluto, como si el mundo contuviera el aliento.
Elara avanzó entre la niebla, con la marca de su brazo resplandeciendo como una guía.
Cada paso era una frontera.
Detrás quedaba la casa Whitmore, el pueblo, todo lo que alguna vez perteneció a la realidad.
Delante, el bosque dormido: el reino de las sombras y de Aiden.
Caminó hasta perder la noción del tiempo. El suelo era blando, cubierto de hojas que brillaban débilmente, y entre los troncos se alzaban figuras incorpóreas que la observaban.
—No tengo miedo —susurró, aunque la voz le tembló.
Las sombras se movieron como si respondiera a su determinación, abriéndole paso.
En el aire flotaban murmullos, palabras que no entendía pero que reconocía de algún modo. Era el idioma del pacto, la lengua de los guardianes.
Finalmente, el bosque se abrió en un claro.
En el centro, un lago negro reflejaba la luna partida.
Elara se acercó al borde.
—Aiden… —dijo, apenas audible.
El agua se agitó.
De las profundidades emergió una figura envuelta en sombras líquidas, un cuerpo que no era sólido ni del todo humano.
—¿Por qué viniste? —preguntó una voz desde el lago, grave y triste.
—Porque me lo prohibiste.
—No deberías estar aquí. Este lugar no pertenece a los vivos.
—Ni tú tampoco —respondió ella—. Y sin embargo sigo viéndote.
El agua tembló, y las sombras se replegaron. Aiden apareció, caminando sobre la superficie del lago. Su piel tenía un brillo espectral; los ojos, una profundidad insondable.
—Elara —susurró—. Te lo advertí.
—No vine a obedecerte —dijo ella—. Vine a encontrarte.
Cuando se acercó, el agua no la tragó.
La sostuvo, como si el lago reconociera su derecho a estar allí.
—El bosque cambió desde el eclipse —continuó ella—. Ya no te pertenece.
—Nada pertenece a nadie en este lugar —replicó Aiden—. Aquí todo se paga.
—Entonces pagaré.
Aiden la miró, con una mezcla de dolor y ternura.
—No sabes lo que dices.
—Lo sé.
Ella levantó su mano. La marca brilló con una luz blanca que iluminó el lago. Aiden retrocedió, la sombra que lo envolvía se disolvió parcialmente, dejando entrever su rostro humano.
—Elara, detente…
—Si la oscuridad te reclama, también me reclamará a mí.
—No.
—Sí. —Su voz se quebró—. No me condenes a vivir sin ti.
Aiden dio un paso hacia ella. La tomó del rostro, y el contacto fue como tocar fuego.
—Esto no es vida —dijo, con voz temblorosa—. Es eternidad. Y la eternidad duele.
—Entonces duélamos juntos.
Sus frentes se tocaron.
Por un momento, el mundo se llenó de luz.
Elara sintió que caía hacia dentro de sí misma, que su cuerpo y el de Aiden se confundían, que el bosque entero respiraba a través de ellos.
Vio escenas que no podían ser suyas:
—Una mujer idéntica a ella abrazando a Aiden bajo una luna roja.
—El mismo ritual que los marcó, una y otra vez, siglo tras siglo.
—Aiden de rodillas, ofreciendo su alma al bosque por amor.
“Todo se repite hasta que alguien elige romperlo.”
La voz de su madre resonó en su mente.
—Eso es lo que querías que hiciera —susurró Elara—. Romper el ciclo.
Se apartó de Aiden y alzó las manos hacia el cielo.
—¡Te entrego lo que soy, pero no mi amor! —gritó—. ¡El pacto termina conmigo!
Un estruendo sacudió el bosque.
Las raíces se retorcieron, los árboles se inclinaron, y el lago comenzó a hervir de luz.
Aiden intentó alcanzarla.
—¡Elara, no!
—Tú me enseñaste a elegir.
La marca en su brazo ardió, y de ella brotó una corriente de energía plateada que se extendió por el agua, deshaciendo las sombras.
Aiden gritó su nombre, pero el resplandor los envolvió a ambos.
Cuando el silencio volvió, Elara estaba sola.
El lago era claro, transparente. El cielo, despejado.
—Aiden… —susurró, con un hilo de voz.
Una brisa suave rozó su cabello, y por un instante creyó oírlo responder, muy cerca de su oído:
“No me busques… porque siempre estaré contigo.”
Elara cayó de rodillas. Lloró, pero no con desesperación, sino con alivio.
Por primera vez, el bosque estaba en paz.
La marca en su brazo se desvanecía lentamente, dejando solo una cicatriz tenue.
En la superficie del agua, la luna reflejada parecía sonreír.
Y aunque el guardián había desaparecido, su presencia seguía allí: en cada rama, en cada sombra, en cada respiración del viento.
Elara se puso de pie.
—No terminamos, Aiden —dijo, mirando el horizonte—. Solo hemos cambiado de forma.
Detrás de ella, el bosque susurró su nombre.
Y esta vez, no era una advertencia.
Era una promesa.