Cuando abrió los ojos, el amanecer era dorado.
El bosque estaba cubierto por un manto de niebla suave que se disipaba lentamente, dejando ver troncos humedecidos por el rocío y hojas que brillaban como espejos diminutos.
Elara no recordaba cómo había regresado al borde del valle. Solo recordaba la luz.
Y su voz.
“Siempre estaré contigo.”
Se incorporó despacio. El aire olía distinto: limpio, nuevo. El silencio ya no era opresivo, sino profundo, vivo. En la distancia, el río cantaba como si por fin hubiera recordado su cauce.
En su brazo, la marca había desaparecido por completo. Solo quedaba una línea pálida, una cicatriz que latía débilmente cuando el sol tocaba su piel.
—Aiden… —susurró—. Lo hicimos.
Caminó sin rumbo durante un tiempo, hasta que las copas de los árboles comenzaron a abrirse y vio, a lo lejos, el pueblo.
Hollow Creek seguía en pie.
Las chimeneas humeaban, los pájaros volvían a cantar. Y por primera vez, el bosque no parecía vigilarlos; parecía protegerlos.
Cuando cruzó el viejo puente, Caleb estaba esperándola.
—Elara. —Su voz sonó como si hablara con alguien que había regresado de entre los muertos.
Ella sonrió apenas.
—Todo terminó.
—¿Terminó? —preguntó él, sin comprender.
Elara miró hacia el bosque.
—El valle duerme otra vez. Pero ya no como antes. Esta vez… sueña.
Caleb la observó un momento, luego asintió, aunque en sus ojos había una mezcla de respeto y miedo.
—Tu madre estaría orgullosa.
—Lo sé. —Elara bajó la mirada—. A veces siento que me mira a través de los árboles.
—Y él —dijo Caleb, en voz baja—, ¿Aiden?
Ella tardó en responder.
—Él no se fue. Sólo cambió de forma.
Esa noche, cuando el sol cayó y la primera luna llena del nuevo ciclo apareció, Elara volvió a la casa Whitmore.
Todo parecía diferente. Las sombras ya no se movían solas, ni los espejos reflejaban rostros extraños. Las paredes, antes frías, parecían respirar con calma.
Se detuvo frente a la chimenea y encendió el fuego.
Sobre la repisa, colocó el colgante de luna, ahora opaco, sin brillo.
—Descansa —dijo—. Por fin.
Afuera, el bosque se agitó con una brisa leve. Las ramas golpearon suavemente los cristales, como dedos invisibles despidiéndose.
Elara cerró los ojos y, por un instante, sintió algo: una mano cálida sobre su hombro, un roce apenas perceptible en el aire.
—Aiden… —susurró.
No hubo respuesta, solo el murmullo del viento entrando por la ventana. Pero en ese murmullo creyó distinguir una palabra, un eco familiar:
“Elara.”
Sonrió.
Subió las escaleras y entró en la habitación principal. La cama estaba intacta, el espejo cubierto. Se sentó al borde, mirando el amanecer que comenzaba a asomar por el horizonte.
El mundo seguía siendo el mismo… pero ella no.
En silencio, tomó el diario de su madre y lo abrió en la última página, en blanco.
Con una pluma temblorosa, escribió:
“El guardián duerme. El bosque sueña. Pero el amor… el amor no termina.”
Cerró el cuaderno. El fuego crepitó abajo, y el primer rayo de sol atravesó la ventana, dibujando en su piel una tenue silueta plateada, la forma de una luna.
Elara respiró hondo, dejando que la luz la llenará.
Por fin comprendía.
El amor no la había condenado. La había liberado.
Detrás del bosque, una sombra se movió entre los árboles. No era una amenaza, ni advertencia.
Era Aiden.
Su figura apenas visible bajo la luz del amanecer, observándola, sonriendo antes de desvanecerse en el aire.
Y cuando el sol terminó de subir, Hollow Creek volvió a ser solo un pueblo más en el mapa.
Nadie recordaría la maldición.
Nadie, excepto ella.
Elara Whitmore, la última heredera, la que rompió el pacto.
La que amó a la oscuridad y le dio nombre.