Pasaron los años, y Hollow Creek cambió.
Los inviernos ya no eran tan crueles. El bosque florecía antes, y el río corría con una claridad que nadie recordaba haber visto.
Pero a veces, cuando la niebla bajaba demasiado, los ancianos juraban ver luces moviéndose entre los árboles, como luciérnagas que susurraban nombres.
Los niños decían que el bosque respiraba al ritmo del corazón.
Nadie los creía.
Nadie recordaba que alguna vez fue diferente.
Nadie… excepto una mujer que vivía en la colina, en la vieja casa Whitmore.
Elara había envejecido lentamente, como si el tiempo la rozara sin querer tocarla del todo.
Cada mañana escribía en un cuaderno nuevo, siempre con la misma tinta azul y la misma frase en la primera página:
“Él vive en el silencio entre dos respiraciones.”
Su cabello se volvió blanco como la luna.
Su voz, suave como la brisa del bosque.
Los del pueblo la saludaban con respeto. Algunos la llamaban “la guardiana”. Otros, “la bruja del valle”.
Ella no corregía a nadie.
Cada noche encendía una vela junto a la ventana y hablaba al bosque.
—Sé que sigues ahí, Aiden —decía—. Aunque ya no respondes, sé que me escuchas.
A veces, cuando el viento se colaba entre las ramas, creía oír su nombre pronunciado con ternura.
Una tarde, el cielo se tornó de un gris dorado, el mismo tono del día del eclipse.
Elara caminó hasta el corazón del bosque, guiada por una sensación que no había sentido en años.
El sendero parecía esperarla.
El lago, aquel que una vez fue negro y después claro, estaba inmóvil como un espejo.
Elara se detuvo frente al agua y vio su reflejo.
Pero no era el rostro envejecido que conocía. Era su rostro joven, con los ojos llenos de fuego y el colgante de luna brillando sobre su pecho.
—Aiden… —susurró.
El reflejo se movió.
Detrás de su imagen, emergió una sombra luminosa, la forma de un hombre de pie sobre la superficie, el mismo que había amado, el mismo que había perdido.
—Elara. —Su voz era un suspiro de viento y eternidad—. Ha pasado tanto tiempo.
—Para ti, tal vez. Para mí, solo un día.
El lago tembló. La luz de la tarde se tornó plateada.
—No puedes quedarte —dijo él—. Este lugar no pertenece a los vivos.
—Tampoco a los muertos —respondió ella—. Es nuestro.
Dio un paso hacia el agua. Sus pies no se hundieron. La superficie la sostuvo, como una promesa.
—He soñado contigo cada noche.
—Y yo te he soñado cada amanecer —dijo Aiden—. El bosque ha guardado tu nombre en su raíz más profunda.
Elara sonrió.
—Estoy cansada, Aiden. Cansada de esperar, de existir a medias.
Él extendió una mano.
—Entonces ven conmigo.
Ella la tomó sin dudar.
El agua se iluminó desde abajo, un resplandor blanco y suave que envolvió a ambos.
Las ramas se inclinaron, el viento cesó. El bosque entero pareció inclinarse ante ellos.
Cuando el resplandor se desvaneció, el lago volvió a ser tranquilo.
En la orilla solo quedó el colgante de luna, brillante por última vez antes de apagarse.
Al día siguiente, el pueblo encontró la casa vacía.
Nadie supo qué fue de Elara Whitmore. Algunos dijeron que se marchó. Otros, que el bosque la reclamó.
Pero quienes se atrevieron a entrar al valle en noches de luna llena afirmaban haber visto dos figuras caminando entre los árboles, una envuelta en sombra y otra en luz.
Decían que el bosque respiraba más profundo cuando ellos pasaban.
Que la oscuridad ya no era amenaza, sino compañía.
Y si uno escucha con atención, aún puede oírlo:
el murmullo del viento diciendo sus nombres,
una promesa que atraviesa siglos,
Elara y Aiden.
Los que amaron más allá del tiempo.