El amanecer bañó el puerto de Melilla con una luz pálida y fría. Álvaro Ríos, con las ojeras marcadas y la mandíbula apretada, se encontraba en la cubierta de su barco, revisando cada detalle. Sabía que el enemigo no descansaría.
La radio crujió. Era Elías.
—Álvaro, el blindaje está listo. Ven cuando puedas.
—Voy para allá —respondió mientras guardaba su pistola bajo la chaqueta.
Al llegar al taller, Elías lo recibió con una expresión tensa.
—Esto no es una simple pelea entre pescadores, ¿verdad?
—No —dijo Álvaro—. Es algo más grande. Pero gracias por tu ayuda.
Elías asintió y le mostró las modificaciones: vidrios blindados, refuerzos en el casco y una pequeña caja fuerte para armas. Álvaro aprobó con un gesto y pagó en efectivo.
Esa noche, salió de nuevo al mar. Esta vez no para pescar, sino para cazar.
Horas después, avistó una lancha sospechosa. La siguió a distancia hasta una cala oculta. Allí vio cómo descargaban fardos de droga. Álvaro tomó fotos y grabó la operación.
De repente, una linterna lo enfocó.
—¡Es él! —gritó una voz.
El motor de su barco rugió mientras las balas silbaban a su alrededor. Con una maniobra brusca, escapó hacia aguas abiertas. Sabía que el enemigo ahora lo conocía, y que la cacería acababa de comenzar.
Editado: 19.02.2025