El rugido del motor se confundía con el estruendo del mar mientras Álvaro Ríos, con el pulso acelerado, surcaba las aguas en plena oscuridad. Las luces de la lancha enemiga lo seguían de cerca, iluminando su silueta como un blanco fácil. Pero él no era presa. No después de todo lo que había vivido en la Legión.
La brisa salada le traía recuerdos de misiones en desiertos lejanos, donde aprendió que sobrevivir dependía de actuar sin vacilar. Giró el timón bruscamente hacia babor y lanzó una bengala al agua. La luz roja cegó a sus perseguidores por un instante, lo suficiente para que él se deslizara hacia una cala oculta.
Allí, con la respiración entrecortada, comprobó la grabadora. Tenía pruebas claras del desembarco de droga. Pero necesitaba más: nombres, rostros, rutas. Y sabía a quién acudir.
A la mañana siguiente, entró al pequeño café donde Lucía trabajaba en su laptop.
—Necesito tu ayuda —dijo sin rodeos.
Ella alzó la vista, sorprendida, pero asintió.
Horas después, revisaban las imágenes en el apartamento de Lucía. Ella amplió una foto donde se veía a un hombre dando órdenes.
—Ese es Said el-Jattari —dijo ella—. Exmilitar marroquí, ahora capo en el Estrecho. Si él está involucrado, esto es grande.
Álvaro apretó los dientes. Sabía lo que eso significaba: Said era despiadado y no dejaría cabos sueltos.
Decidieron actuar. Lucía contactó a una fuente en la Guardia Civil mientras Álvaro preparaba su barco con más provisiones y armas. Esa noche, volvieron al mar.
A medianoche, avistaron una lancha cargada de fardos. Álvaro la siguió con las luces apagadas. La embarcación llegó a una antigua piscifactoría abandonada.
—Ahí tienen su base —susurró Lucía.
De repente, un disparo rompió el silencio. La lancha de Álvaro crujió al recibir el impacto. Desde la costa, hombres armados los señalaban.
—¡Nos descubrieron! —gritó ella.
Álvaro aceleró, zigzagueando para esquivar las balas. Una explosión sacudió la proa y la embarcación se inclinó peligrosamente.
—¡Vamos a encallar! —alertó Lucía.
—No si yo lo evito —respondió Álvaro.
Giró el timón hacia una pequeña playa rocosa. La embarcación se deslizó hasta quedar varada. Saltaron al suelo y corrieron hacia las rocas.
Desde allí, vieron cómo Said el-Jattari supervisaba la operación. Llevaba una radio en la mano y sonreía con frialdad.
—Esa sonrisa se la voy a borrar —murmuró Álvaro.
Pero antes debía sobrevivir a aquella noche. Y la cacería apenas había empezado.
Editado: 19.02.2025