La cabaña crujió bajo el impacto de las balas. Álvaro mantuvo la vista fija en la puerta, con el dedo en el gatillo. Lucía, agachada tras una mesa volcada, respiraba con dificultad.
—¿Cuánto tiempo crees que tardarán en llegar? —preguntó ella.
—No lo sé. Pero tenemos que resistir —respondió Álvaro.
Un silencio tenso se apoderó del ambiente. Luego, pasos sobre la grava. El exlegionario se deslizó hacia una ventana y vio tres sombras acercándose. Se preparó, apuntó y disparó. Una figura cayó al suelo; las otras retrocedieron.
—¡Vamos, hijos de puta! —rugió.
Lucía, temblando, le pasó un cargador. Afuera, los hombres gritaban órdenes. El crujir de una puerta siendo forzada rompió la quietud.
—Van a entrar —advirtió ella.
Álvaro asintió y sacó una granada de humo de su mochila. Tiró del anillo y la lanzó hacia la entrada. El humo denso llenó el interior mientras el enemigo irrumpía. Álvaro disparó a ciegas, guiado por las siluetas. El estallido de un disparo cercano lo hizo retroceder.
Una sombra surgió frente a él. Lucharon cuerpo a cuerpo. Álvaro golpeó con el cañón de su arma, pero el adversario lo derribó. Estaba a punto de dispararle cuando Lucía, con una barra metálica, lo golpeó en la cabeza.
—¡Vamos! —gritó ella.
Salieron por la puerta trasera y corrieron hacia el bosque. Atrás, las luces azules de la Guardia Civil iluminaban la escena. Se detuvieron, jadeantes, al ver a los agentes reducir a los narcotraficantes.
—Lo logramos —dijo Álvaro.
Pero sabía que esa era solo una batalla. Said el-Jattari seguía libre, y el verdadero peligro aún no había comenzado.
Editado: 19.02.2025