Hassan el-Khalid permanecía atado a una silla en una bodega de hormigón en el puerto de Melilla. El agua del mar goteaba desde su ropa empapada, formando un charco a sus pies. Frente a él, Ríos y Lucía lo observaban en silencio.
—¿Sabes lo que significa traicionar a Karim Benomar? —preguntó Hassan con una sonrisa torcida—. El León no perdona.
—No queremos que lo traiciones —respondió Ríos, cruzándose de brazos—. Queremos que lo atraigas.
Hassan frunció el ceño, confundido.
—Le dirás que escapaste y que el cargamento llegó a salvo. Le dirás que la operación continúa sin problemas —continuó Lucía—. Y cuando venga a verificarlo, lo estaremos esperando.
—¿Y si me niego? —bufó Hassan.
Ríos se inclinó hacia él.
—Entonces Karim descubrirá que hablaste. Porque si no colaboras, nos encargaremos de que piense que lo hiciste. Ya sabes cómo castiga la traición.
La sonrisa de Hassan desapareció. Lo habían atrapado entre el martillo y el yunque.
—Está bien —cedió, tragando saliva—. Pero cuando Karim caiga, quiero protección.
—Tendrás lo que necesites —respondió Ríos—. Si lo atrapamos.
Tánger. Villa de Karim Benomar.
Karim revisaba los informes del cargamento perdido con una ira contenida. Su organización nunca había sido tan vulnerable. Los golpes recientes, las rutas bloqueadas, las incautaciones... alguien estaba desmantelando su imperio. Y solo un nombre surgía una y otra vez: Álvaro Ríos.
—Ese pescador metido a justiciero nos está costando millones —gruñó, apretando el móvil en su mano.
Su teléfono vibró. Era Hassan.
—¿Hassan? ¿Qué pasó? —preguntó con frialdad.
—Sobreviví, jefe. Los españoles no se llevaron todo el cargamento. Reorganicé la entrega. Lo llevaremos a las aguas de la Isla de Alborán mañana por la noche. Estarán desprevenidos.
Silencio. Karim sopesó la información. Hassan había demostrado lealtad durante años, pero la situación era delicada.
—Estaré allí —decidió al fin—. Quiero ver cómo destrozamos a ese tal Ríos con mis propios ojos.
Mar de Alborán. Medianoche.
La niebla cubría el mar como un manto espectral. Ríos, Lucía y una docena de agentes esperaban en una lancha sin distintivos. A unos cientos de metros, la embarcación de Hassan flotaba como un cebo en la oscuridad.
—¿Y si Karim sospecha y no aparece? —susurró Lucía.
—Vendrá —afirmó Ríos—. Su orgullo no le permite retroceder.
El radar emitió un pitido. Un eco se acercaba desde el sur. Un yate negro y veloz apareció entre la niebla. Ríos enfocó con sus binoculares: en la proa, Karim Benomar, con el rostro endurecido por la rabia.
—Es él —confirmó.
La lancha de Karim se acercó al barco de Hassan. Los hombres del León lanzaron ganchos y comenzaron a abordar. Era el momento.
—¡Ahora! —ordenó Ríos.
Luces cegadoras iluminaron la escena. Sirenas atronaron la calma nocturna. Agentes con pasamontañas y armas automáticas irrumpieron desde las lanchas ocultas.
—¡Al suelo! ¡Policía! —gritaron.
El caos fue inmediato. Los hombres de Karim intentaron disparar, pero fueron reducidos en segundos. Karim sacó una pistola y disparó hacia Ríos.
—¡Maldito pescador entrometido! —rugió mientras corría hacia la popa.
Ríos lo persiguió. Karim saltó al agua, pero Ríos hizo lo mismo. Lo alcanzó entre las olas, lo sujetó por el cuello y lo hundió.
—¡Se acabó, Karim! ¡Tu red ha caído! —gritó Ríos, inmovilizándolo.
Karim luchó, pero Ríos era más fuerte. Agentes saltaron al agua y lo esposaron. Cuando lo subieron a la lancha, Karim lo miró con odio puro.
—Esto no ha terminado, Ríos —espetó—. Siempre habrá otro León.
—Tal vez —respondió Ríos—. Pero hoy uno ha sido cazado.
Las sirenas se alejaron por las aguas del Alborán. La batalla había terminado, pero Ríos sabía que, en esa frontera líquida, el rugido del crimen nunca se extinguía por completo.
Editado: 19.02.2025