La lluvia caía pesadamente sobre el pequeño pueblo de Hollow Creek, donde el sonido de las gotas repiqueteaba sobre los techos de las casas de madera. Para los habitantes, aquella noche no era diferente de cualquier otra. En otoño, el frío y las lluvias eran constantes, cubriendo todo el lugar con un velo gris. Sin embargo, esa noche, el aire llevaba algo distinto, una sensación de inquietud que se colaba por las grietas de las puertas y las ventanas. Era como si una sombra acechara en cada rincón.
Elizabeth caminaba por la acera, ajustando su abrigo negro contra el viento. Se dirigía a su casa después de una larga jornada en la biblioteca local, donde trabajaba como asistente. Desde hace semanas, un tema había sido recurrente en las conversaciones entre los habitantes: los asesinatos. Tres cuerpos habían aparecido en las afueras del pueblo, mutilados de una manera tan brutal que los periódicos locales ni siquiera se atrevían a mostrar las fotos. Pero lo que más perturbaba a Elizabeth no era la brutalidad de los crímenes, sino la sensación de que alguien la estaba observando. Cada vez que caminaba sola, sentía esa mirada invisible clavándose en su nuca, como si el asesino estuviera siempre cerca, escondido entre las sombras, observando cada uno de sus pasos.
Esa noche, la sensación era más fuerte que nunca. Mientras caminaba por la calle vacía, Elizabeth no podía sacudirse la idea de que alguien la seguía. Miró por encima de su hombro, pero no vio a nadie. Solo el viento, moviendo las hojas de los árboles. Se dijo a sí misma que estaba imaginando cosas, que el miedo colectivo estaba nublando su juicio.
Llegó a su casa y cerró la puerta con llave. Se dejó caer en el sofá, con la mente aún inquieta. Encendió la televisión, esperando distraerse, pero las noticias no hacían más que intensificar su ansiedad.
—Hoy se ha encontrado un cuarto cuerpo en los bosques de Hollow Creek —anunció el presentador de las noticias con voz grave—. La policía continúa investigando, pero hasta ahora no hay pistas sobre la identidad del asesino.
Elizabeth apagó la televisión de inmediato. No quería saber más. La incertidumbre era peor que la información. Sentía que las paredes de su pequeña casa se cerraban sobre ella. El silencio, interrumpido solo por el sonido del viento, le pesaba en los oídos.
De repente, un golpe seco sonó en la ventana de la sala. Su corazón se aceleró. Se levantó lentamente y se acercó a la ventana, tratando de mantener la calma. Abrió las cortinas, esperando ver alguna rama que el viento hubiera lanzado contra el cristal. Pero no había nada. Solo la oscuridad. Oscuridad y la inconfundible sensación de que alguien estaba allí, escondido entre las sombras.
Cerró las cortinas rápidamente y retrocedió, sintiendo cómo su respiración se aceleraba. No estás sola, parecía decirle una voz en su cabeza. Te está observando. La idea la golpeó como un mazazo. ¿Y si el asesino sabía quién era? ¿Y si la había estado siguiendo desde hace tiempo?
Intentó tranquilizarse, pero esa sensación opresiva no se iba. Decidió irse a la cama temprano, pensando que el sueño calmaría sus nervios. Mientras se preparaba para dormir, una idea retorcida empezó a formarse en su mente: ¿Y si el asesino no era alguien ajeno? ¿Y si el monstruo que había cometido esos crímenes era una persona conocida, alguien del mismo pueblo?
El pensamiento la dejó helada. Hollow Creek era pequeño. Todos se conocían, al menos de vista. ¿Podría ser que el asesino caminara entre ellos, invisible, fingiendo ser uno más? La paranoia comenzó a crecer en su mente. Se preguntó si ya había visto su rostro. Quizá en el supermercado, o cruzando la calle, o tal vez incluso en la biblioteca.
Esa noche, Elizabeth apenas pudo dormir. La sensación de ser observada no desapareció en ningún momento. Cada pequeño sonido la hacía saltar de la cama. Las ramas golpeando el techo, el crujido del suelo de madera. Todo le recordaba que, en algún lugar muy cercano, había alguien esperando el momento exacto para atacar.
Editado: 03.11.2024