Sombras En el Bosque

Capítulo 4: La Oferta del Abismo

La lluvia no cesaba. Parecía que el cielo de Hollow Creek lloraba por algo que aún estaba por suceder, y cada gota resonaba con un eco de advertencia. Elizabeth se despidió de Edith, aunque en realidad las palabras no parecían suficientes. Afuera, las sombras se movían con una pesadez sobrenatural, como si el tiempo mismo estuviera al borde de desmoronarse.
Mientras caminaba de regreso a casa, una mezcla de pensamientos sombríos inundaba su mente. Las palabras de Edith sobre el sacrificio resonaban una y otra vez. “Algo o alguien debe ofrecerse”. Pero, ¿cómo podía siquiera considerar la idea?
No sabía por dónde empezar, ni siquiera si estaba dispuesta a asumir la responsabilidad de detener algo tan grande y antiguo como esa maldición.
Sus pasos eran lentos, arrastrados, mientras se sumergía en sus pensamientos. El sonido de la lluvia se volvía cada vez más distante, como si su mente estuviera desconectándose de la realidad. Debía haber otra manera.
La sensación de ser observada regresó con fuerza mientras cruzaba el puente de madera que separaba el centro del pueblo de su vecindario. Aceleró el paso, y cuando casi había llegado al otro lado, lo escuchó.
Un susurro.
Al principio, fue como un murmullo ahogado, mezclado con el sonido de la lluvia. Pero luego, fue más claro, más presente.
—Elizabeth…
Se detuvo en seco, su corazón comenzó a latir con fuerza. Miró alrededor, pero no vio a nadie. Solo el frío aire otoñal y las sombras que danzaban entre los árboles.
¿Quién la llamaba?
Su nombre flotaba en el aire como si lo hubieran pronunciado desde el fondo del abismo. Tragó saliva, sintiendo cómo una especie de terror primigenio se apoderaba de su cuerpo. Era la sombra, esa cosa que Edith había descrito. Sabía que estaba allí, acechando.
—Elizabeth… —el susurro volvió, esta vez más fuerte, más claro—. No puedes escapar…
Corrió. No sabía si lo que la seguía era algo tangible o si solo estaba en su mente, pero el miedo la empujaba hacia su casa con una urgencia que nunca había sentido. Corría como si su vida dependiera de ello, y en el fondo, sabía que era así.
Cuando finalmente llegó a su puerta, se apresuró a entrar, cerrándola de golpe. El silencio la envolvió de inmediato, pero no era reconfortante. Era opresivo, como si el mal se hubiera deslizado por debajo de la puerta con ella.
Esa noche, no pudo dormir. El susurro la atormentaba, aunque ahora era más sutil, como una presencia constante al borde de su percepción. El libro de la biblioteca estaba sobre la mesa, abierto en la página donde Edith le había señalado el ciclo de la maldición. Los nombres y las fechas parecían cobrar vida propia bajo la tenue luz de su lámpara.
Sabía que no podía ignorarlo más. Hollow Creek no era el mismo pueblo que una vez conoció. Había algo acechando en sus calles, algo que no se iría a menos que se le enfrentara. Pero ¿cómo?
Se levantó de su cama y caminó hacia la ventana. Afuera, la lluvia había amainado, pero el cielo permanecía oscuro, sin una sola estrella visible. Las sombras seguían allí, esperando.
De repente, una idea se formó en su mente. El sacrificio. Si debía haber uno, entonces debía ser alguien que ya estuviera en la mira de la sombra. Alguien que ya estuviera marcado.
Pero, ¿cómo saberlo?
Fue en ese momento cuando recordó algo que Edith había dicho antes de que se marchara de su casa: “El mal siempre deja una señal. Un rastro invisible para la mayoría, pero si sabes dónde mirar, lo verás.”
Elizabeth sabía exactamente a dónde debía ir. La morgue.
A la mañana siguiente, la lluvia había cesado por completo, pero el aire seguía cargado de humedad y una tensión palpable. Elizabeth se dirigió a la morgue del pueblo, donde se encontraban los cuerpos de las víctimas. Aunque la policía local había mantenido las investigaciones lo más secretas posible, todos en el pueblo sabían que los cuerpos no mostraban señales de una muerte convencional. No había heridas visibles, no había signos de lucha. Simplemente, habían dejado de vivir.
Al llegar, fue recibida por el doctor Hargrove, un hombre en sus cincuentas que llevaba décadas trabajando en el pueblo. Elizabeth lo conocía desde niña, y aunque siempre había sido amable, ahora sus ojos estaban llenos de cansancio.
—Elizabeth… no sé si esto sea una buena idea —le dijo mientras la conducía hacia los refrigeradores donde guardaban los cuerpos—. La situación está fuera de control. La policía no sabe qué hacer, y las familias están desesperadas.
—Debo verlos —insistió Elizabeth con firmeza.
El doctor dudó por un momento, pero finalmente accedió.
Cuando el primer cuerpo fue revelado, el aire en la pequeña sala pareció enfriarse de golpe. Era una mujer joven, de unos treinta años, cuyo rostro estaba inexpresivo, como si hubiera sido vaciado de toda emoción en el momento de su muerte. Elizabeth dio un paso adelante, conteniendo la respiración.
No había signos visibles de violencia. Ninguna marca, ninguna herida.
Pero entonces, lo vio.
Apenas visible en la muñeca de la mujer, una pequeña mancha oscura, como una sombra tatuada en su piel. Al principio pensó que era un moretón, pero cuando se inclinó más cerca, se dio cuenta de que no lo era. La marca no parecía pertenecer a este mundo. Era como si el mal mismo hubiera dejado una firma.
Elizabeth retrocedió, sintiendo que el pánico volvía a apoderarse de ella. Esa era la señal de la que Edith había hablado. Las víctimas estaban marcadas, y el mal ya las había reclamado. Había un patrón, una elección.
La sombra no cazaba al azar.
Sabía exactamente a quién quería.




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