El viento del bosque susurraba secretos antiguos mientras Elizabeth se adentraba entre los árboles. La oscuridad la envolvía, pero no era la ausencia de luz lo que la inquietaba; era la certeza de que algo, o alguien, la observaba desde las sombras. Cada rama quebrada bajo sus pies resonaba como un eco que se extendía hacia el abismo, un recordatorio de que estaba al borde de hacer lo impensable.
Con cada paso, el cuchillo de Edith en su bolsillo se sentía más pesado, como si la serpiente tallada en el mango estuviera viva, arrastrándola hacia su destino. El sacrificio debía hacerse aquí, en el corazón del bosque, donde las antiguas ceremonias habían tenido lugar siglos atrás. Pero ¿a quién podría ofrecer?
La noche era cerrada, la luna apenas visible entre las nubes que corrían velozmente por el cielo. Elizabeth se detuvo junto a un roble imponente, sus hojas susurrando como si compartieran su propio sufrimiento. Respiró hondo, cerrando los ojos por un momento, tratando de ordenar sus pensamientos. Debía haber una manera diferente. Pero, ¿cómo luchar contra algo que estaba más allá de la comprensión humana?
De repente, un crujido la sacó de sus pensamientos. Alguien se acercaba.
Con el corazón latiéndole en las sienes, se giró para enfrentar la dirección del sonido. Entre las sombras emergió una figura conocida: Aaron, un hombre joven que vivía en las afueras del pueblo. Elizabeth lo había visto un par de veces en el mercado, pero nunca había cruzado más que saludos ocasionales.
—Elizabeth —dijo él, su voz suave, como si supiera exactamente por qué estaba allí—. Sabía que te encontraría aquí.
Elizabeth retrocedió instintivamente. ¿Cómo sabía él dónde estaba? Y, peor aún, ¿qué hacía él en el bosque a estas horas?
—¿Qué… qué estás haciendo aquí? —preguntó, su voz apenas un susurro.
Aaron sonrió débilmente, como si llevara consigo una verdad que Elizabeth aún no entendía.
—He estado siguiéndote. Sé lo que tienes que hacer, Elizabeth. Yo también lo he sentido.
Las palabras de Aaron la estremecieron hasta los huesos. Él sabía. Sabía sobre el sacrificio.
—No… no puedo hacer esto —susurró Elizabeth, temblando de miedo y confusión—. No puedo elegir a alguien.
Aaron se acercó un paso más, sus ojos oscuros y serenos, como si ya hubiera hecho su propia paz con lo que estaba por ocurrir.
—No tienes que hacerlo sola —le dijo, y su voz tenía un matiz de calma que ella no comprendía—. Yo también he sido elegido.
Elizabeth parpadeó, incapaz de procesar lo que Aaron acababa de decir. ¿Él también?
—No entiendo… —murmuró.
Aaron se detuvo a un par de pasos de ella y bajó la cabeza, como si estuviera recordando algo distante, algo doloroso.
—La sombra me visitó anoche. Me mostró lo que debía pasar. Si alguien no toma mi lugar… —vaciló por un momento antes de continuar—. Todos en Hollow Creek están condenados. No tengo miedo de morir, Elizabeth. Pero no quiero que la sombra nos destruya a todos.
Elizabeth sintió que el mundo comenzaba a girar. Él se estaba ofreciendo. La sombra lo había elegido también, y ahora se estaba entregando voluntariamente. Era la salida que Edith había mencionado: un sacrificio consciente, para apaciguar a la oscuridad.
Pero, aunque Aaron parecía dispuesto, Elizabeth no podía soportar la idea. No podía permitir que alguien más muriera por su causa. La culpa la consumiría para siempre.
—No puedo aceptarlo —dijo con firmeza, a pesar del nudo en su garganta—. No puedes morir por esto.
Aaron suspiró, y por primera vez, su mirada se oscureció, como si viera algo que Elizabeth aún no alcanzaba a comprender.
—Es lo único que puede detenerlo, Elizabeth. El mal no se detendrá hasta que tome lo que quiere. Si no lo hago yo, lo hará alguien más. Y será mucho peor.
Las palabras de Edith volvieron a ella con una fuerza aterradora. Si no haces el sacrificio, la sombra elegirá por ti. La elección ya no era suya, sino del mal que los rodeaba, acechando en cada esquina del pueblo.
Elizabeth miró a Aaron, intentando encontrar alguna señal de duda en sus ojos, pero solo vio resolución. Él no iba a retroceder. Se ofrecía para salvarlos a todos.
—Está bien… —murmuró ella finalmente, sintiendo como si su corazón se rompiera en mil pedazos—. Pero lo haré rápido.
Aaron asintió lentamente y, sin decir más, se arrodilló ante ella, inclinado la cabeza. Elizabeth sacó el cuchillo de su bolsillo, temblando mientras lo sostenía entre sus manos. La serpiente tallada en el mango parecía moverse bajo sus dedos, como si el cuchillo mismo ansiara la sangre que estaba a punto de derramarse.
Cerró los ojos un momento, tratando de contener las lágrimas que amenazaban con brotar. Esto no era lo que quería. Pero ahora no había vuelta atrás.
Con un último suspiro tembloroso, levantó el cuchillo.
—Perdóname —susurró.
Y entonces, el filo bajó.
El silencio que siguió fue ensordecedor. Aaron cayó al suelo, inmóvil, y Elizabeth retrocedió, horrorizada por lo que acababa de hacer. La sangre de Aaron manchaba sus manos, y en ese momento, todo el peso de la realidad la golpeó como una ola violenta. Había cumplido con el sacrificio.
Pero mientras se alejaba, algo cambió en el aire. El bosque, que hasta ese momento había sido un lugar de pesadilla, pareció calmarse. Las sombras que la habían acechado desaparecieron, como si finalmente hubieran sido apaciguadas.
Había funcionado.
Elizabeth cayó de rodillas, agotada y rota. La sombra se había ido, pero el precio había sido alto. Las palabras de Edith volvieron a su mente una vez más: el sacrificio siempre tiene un costo.
Y ahora, ese costo estaba grabado en su alma para siempre.
Editado: 03.11.2024