El amanecer llegó, pero Hollow Creek parecía estar atrapado en una quietud sofocante. Elizabeth despertó en su cama, pero no recordaba cómo había llegado hasta allí. Las imágenes de la noche anterior seguían nítidas en su mente: la sangre en sus manos, el cuerpo inmóvil de Aaron en el bosque, la sensación de que algo en su interior se había roto para siempre.
Se levantó lentamente, sintiendo el cuerpo entumecido, como si los remordimientos hubieran drenado toda su energía. Miró sus manos, esperando ver las manchas de
sangre, pero estaban limpias. Demasiado limpias, como si todo hubiera sido solo una pesadilla. Pero sabía que no era así. El sacrificio había sido real.
Aaron estaba muerto.
El pueblo, sin embargo, estaba en silencio. Un silencio inquietante, más allá del simple amanecer. Era como si todos supieran, en el fondo, que algo terrible había ocurrido, pero nadie hablaba de ello. Elizabeth caminó hacia la ventana, observando las calles vacías y las casas cerradas. Hollow Creek respiraba miedo, pero no había señales evidentes de que la sombra todavía estuviera acechando.
Decidida a enfrentar las consecuencias, Elizabeth salió de su casa y se dirigió al mercado. Cada paso resonaba en sus oídos, como si el eco de lo que había hecho no la dejara en paz. Mientras avanzaba, las miradas furtivas de los vecinos la seguían, aunque nadie decía una palabra. La tensión en el aire era palpable, pero todos parecían esperar algo, un indicio de que la oscuridad había sido erradicada.
Elizabeth no estaba tan segura.
Cuando llegó al puesto de Edith, la anciana la estaba esperando. No había reproche en su mirada, pero tampoco había alivio.
—Lo hiciste —murmuró Edith, su voz apenas un susurro.
Elizabeth asintió, incapaz de encontrar palabras. El peso de lo que había hecho seguía aplastándola, una carga que no podía compartir con nadie más.
—¿Está… terminado? —preguntó finalmente, temiendo la respuesta.
Edith la miró con unos ojos profundos, llenos de siglos de conocimiento y sufrimiento.
—Por ahora —dijo con frialdad—. La sombra ha sido apaciguada, pero nunca desaparece del todo. Siempre buscará una grieta, un resquicio para regresar.
Elizabeth sintió un escalofrío recorrerle la columna. Había esperado que todo hubiera terminado, que el sacrificio hubiera roto el ciclo de muerte que acosaba a Hollow Creek. Pero la verdad era más oscura de lo que había imaginado. La sombra no se iba; solo dormía, esperando otra oportunidad para despertar.
—¿Y qué hago ahora? —preguntó Elizabeth, sintiendo que el abismo bajo sus pies se hacía más profundo con cada palabra de EdithVives con lo que has hecho —respondió Edith, implacable—. Y esperas. Siempre vigilante, siempre preparada. Porque cuando regrese, tendrás que tomar una decisión nuevamente.
Elizabeth no podía soportar la idea. La culpa la consumía, pero la idea de tener que hacerlo todo otra vez la paralizaba. No quería pensar en más sacrificios, más muerte, más dolor. Pero sabía que Edith tenía razón. La sombra nunca se había ido realmente.
De camino a casa, Elizabeth trató de asimilar lo que Edith le había dicho. El pueblo estaba a salvo, pero solo por un tiempo. Todo el sacrificio de Aaron había sido temporal. A medida que procesaba esa realidad, las cosas alrededor de ella parecían teñirse de un color gris más profundo. La paz que había traído estaba marcada por el dolor.
Esa noche, el aire era denso, como si Hollow Creek intentara expulsar el mal que todavía se aferraba a sus raíces. Elizabeth, tumbada en su cama, intentaba dormir, pero las imágenes de Aaron y el cuchillo seguían apareciendo en su mente. No podía huir de lo que había hecho
De repente, un sonido rompió el silencio. Un crujido, como el de una puerta que se abre lentamente. Elizabeth se incorporó en la cama, su corazón acelerado. El sonido venía de abajo, de la entrada. Con cautela, salió de la cama y bajó las escaleras, cada peldaño resonando en la oscuridad de la casa.
Cuando llegó al pie de las escaleras, la puerta de entrada estaba entreabierta. El viento susurraba suavemente, moviéndola como si alguien hubiera pasado por allí. Elizabeth sintió el frío aire de la noche en su piel, pero no era solo el frío lo que la hacía temblar. Algo estaba mal.
Se acercó a la puerta, esperando encontrar una explicación lógica, pero cuando la abrió del todo, su corazón se detuvo. Allí, en el umbral, había una figura.
Era Aaron.
Elizabeth retrocedió, el horror helándole la sangre. Aaron estaba muerto, ella misma lo había matado. Pero ahí estaba, de pie frente a ella, su cuerpo bañado en la luz pálida de la luna, con la misma ropa que llevaba la noche del sacrificio. Su rostro, sin embargo, no mostraba ira ni dolor. Solo había vacío.
—Elizabeth —dijo con voz suave, como si nada hubiera pasado—. No está terminado.
El grito quedó atrapado en la garganta de Elizabeth. Quería correr, pero sus pies estaban pegados al suelo, incapaces de moverse. ¿Era esto real?
—No está terminado —repitió Aaron, dando un paso hacia ella—. Nunca lo estará.
Y entonces, como si la noche misma lo reclamara, desapareció. Elizabeth parpadeó, sin entender lo que acababa de suceder. Pero lo sabía, en lo más profundo de su ser: la sombra no había terminado con ella.
Cerró la puerta de golpe, respirando pesadamente mientras se apoyaba en ella. Los latidos de su corazón resonaban en sus oídos. El sacrificio no había sido suficiente. Algo seguía mal. La sombra había dejado que el pueblo creyera que todo estaba bien, pero la realidad era otra. Aaron no había sido liberado, y la sombra seguía allí, acechando.
Editado: 03.11.2024