Mariana vivía en El Encanto, un pueblo tan remoto que a menudo parecía congelado en el tiempo. Rodeado de espesos bosques y montañas, el pueblo tenía una atmósfera mística, impregnada de antiguas leyendas y susurros de historias olvidadas. Sus habitantes, apenas unos cuantos cientos, eran en su mayoría personas mayores que habían vivido allí toda su vida. Los visitantes eran una rareza, y las mudanzas, algo prácticamente inexistente.
Mariana, una joven de 22 años con una curiosidad insaciable, había crecido escuchando las historias que los ancianos contaban sobre el pasado del pueblo. Hablaban de tiempos en los que El Encanto era un lugar próspero, aunque siempre envuelto en una oscuridad inexplicable. Sin embargo, a lo largo de los años, algo había cambiado, y el pueblo se había vuelto cada vez más aislado, como si el mundo exterior lo hubiese olvidado.
Esa mañana, Mariana salió de su casa, una pequeña cabaña de madera al borde del pueblo, y se dirigió al mercado. Al llegar, notó una inusual agitación entre los habitantes. Se agrupaban en pequeños corrillos, susurrando y mirando hacia la entrada del pueblo. Mariana se acercó a su vecina, Doña Clara, una anciana que siempre estaba al tanto de todo lo que sucedía.
—¿Qué está pasando, Doña Clara? —preguntó Mariana, intentando ver más allá de la multitud.
—Una familia nueva, muchacha —respondió Doña Clara con un tono entre asombrado y alarmado—. Los Velasco, se llaman. Nadie se muda a El Encanto, y mucho menos una familia completa.
Mariana miró en la dirección que señalaba Doña Clara y vio un carruaje antiguo que se detenía frente a una de las pocas casas vacías del pueblo, una mansión algo descuidada que había estado deshabitada durante años. De él descendieron seis personas: dos adultos y cuatro jóvenes.
Los padres, un hombre alto y serio con ojos penetrantes, y una mujer elegante con un porte casi aristocrático, parecían tener una presencia imponente que no cuadraba con la decadencia de la mansión.
Pero fueron los hijos los que realmente captaron la atención de Mariana. Gabriel, el mayor, tenía un aire enigmático, con una mirada profunda que parecía atravesar el alma de cualquiera. Lucía, la siguiente, era una joven de belleza etérea, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. Javier, con una actitud despreocupada y un encanto natural, irradiaba una energía magnética que resultaba casi imposible de ignorar. Y Sofía, la menor, parecía una sombra silenciosa, observando todo con una intensidad que inquietaba.
El pueblo entero parecía hipnotizado por la llegada de los Velasco. Mariana, aunque intrigada, no pudo evitar sentir una ligera opresión en el pecho, una sensación de que algo en ellos no encajaba del todo con el entorno de El Encanto.
Mientras los Velasco se instalaban en su nueva residencia, Mariana observó desde la distancia. Una parte de ella estaba deseosa de conocerlos, pero otra, la más prudente, la instaba a mantener la distancia. Después de todo, en un lugar como El Encanto, donde cada sombra parecía esconder un secreto, no era sabio confiar en lo que parecía demasiado perfecto a primera vista.
Esa noche, mientras se preparaba para dormir, Mariana no podía dejar de pensar en los recién llegados. Algo en su interior le decía que la llegada de los Velasco cambiaría todo lo que conocía sobre su pueblo.
El Encanto, con su calma casi sobrenatural, estaba a punto de ser sacudido de una manera que nadie podría prever. Y aunque no lo sabía aún, Mariana estaba destinada a ser parte central de ese cambio.