Santa Elena era un pueblo olvidado en un pliegue del mapa, atrapado entre montañas silenciosas y campos de girasoles marchitos. Con apenas quinientos habitantes, todos parecían conocerse... o al menos eso pretendía.
El corazón del pueblo era una vieja plaza, flanqueada por una iglesia de piedra gris y un puñado de tiendas oxidadas. El aire olía a tierra mojada, leña quemada y secretos rumiados en voz baja.
Al oeste, serpenteando como una cicatriz, el río Toso marcaba la frontera entre Santa Elena y el mundo exterior. Sus aguas oscuras y lentas cargaban no solo ramas y hojas muertas, sino también las historias que nadie quería recordar.
Santa Elena era el tipo de lugar donde nada pasaba... hasta que pasaba algo lo suficientemente terrible como para ser imposible de ignorar.
Editado: 29.04.2025