La noticia del cadáver corrió por Santa Elena más rápido que cualquier rumor anterior.
En cuestión de horas, el pequeño pueblo —acostumbrado a días monótonos y rutinas previsibles— hervía de voces, sospechas y miedos. Las calles polvorientas, apenas transitadas normalmente, se llenaron de murmullos como un enjambre invisible.
En el Café "La Estación", el único lugar donde todavía servían buen café y rosquillas caseras, las mesas estaban ocupadas por grupos de vecinos hablando en voz baja. Las miradas se cruzaban como cuchillos afilados, y cada palabra era una chispa a punto de incendiar la calma del lugar.
— ¿Lo habrán matado aquí mismo? —preguntó doña Esther, la panadera, apretando su rosario con dedos temblorosos.
—Yo digo que viene de afuera —opinó don Marcelo, el mecánico—. Nadie en Santa Elena haría algo así... ¿verdad?
Pero hasta él sonaba inseguro. En Santa Elena, los secretos no desaparecían: se escondían bajo capas de silencio.
En la vieja casa al borde del bosque, la señora Adela, una anciana casi ciega que había visto más de lo que nadie quería recordar, murmuraba para sí mientras balanceaba su silla de mimbre:
—El río devuelve lo que no debe guardar...
Mientras tanto, en la alcaldía, el alcalde Hugo Bermúdez sudaba a mares tras su escritorio. Recién electo hacía menos de un año, no estaba preparado para una crisis real. Su asistente, la joven Paula, trataba de organizar los papeles y llamadas que no cesaban.
— ¿Qué vamos a decir a la prensa, señor alcalde? —preguntó.
— ¡Nada! —Exclamó Bermúdez—. ¡Nada hasta que sepamos qué diablos está pasando!
Paula apretó los labios, sabiendo que el silencio no haría sino aumentar el pánico.
Más allá del pueblo, en las orillas del río, algunos niños se habían reunido pese a las advertencias. Con la curiosidad típica de los que no comprenden aún el peligro, lanzaban piedras al agua, intentando adivinar en cuál parte había flotado el cadáver. Uno de ellos, Tomás, dijo con solemnidad:
—Dicen que si miras al río a medianoche, ves el reflejo del muerto.
Los demás rieron nerviosamente... pero ninguno se atrevió a desafiarlo.
Mientras tanto, Laura Mendoza caminaba por las callejuelas encharcadas, su mente trabajando a toda velocidad. Su abuela, doña Matilde, la esperaba en casa, pero Laura sabía que tenía que seguir el hilo de la historia. Había algo podrido en Santa Elena, y el cadáver era apenas la superficie de una verdad mucho más profunda.
Y al final de la calle principal, en la vieja iglesia abandonada, una figura solitaria encendía velas frente a un altar destrozado, murmurando plegarias incomprensibles.
Fuera quien fuera, sabía algo.
Algo que el resto del pueblo aún no estaba preparado para enfrentar.
Santa Elena había sido herida. Y la herida no tardaría en supurar.
Editado: 07.05.2025