Dos días después del hallazgo del cadáver, el horror volvió a golpear.
Fue doña Esther, la panadera, quien encontró a su ayudante, Rubén Ortega, colgado en la trastienda del negocio. La soga, apretada alrededor de su cuello, era idéntica a la que encontraron en el cuerpo del río.
El pueblo entero se estremeció.
El capitán Salazar cerró la panadería, envió el cuerpo a la improvisada morgue —el pequeño consultorio del doctor Méndez— y reunió a los principales habitantes para hablar.
—No podemos permitir que el miedo controle Santa Elena —dijo, su voz dura.
Pero mientras hablaba, sus propios ojos traicionaban la duda.
Ya no se trataba de un hecho aislado.
Ahora era claro: alguien estaba enviando un mensaje
Editado: 29.04.2025