La noche en Santa Elena cayó como un manto pesado, opresivo.
Las calles quedaron desiertas antes de las ocho. Nadie quería estar afuera cuando la niebla empezaba a reptar entre las casas y el viento traía susurros que parecían salir del mismísimo río.
Laura no podía dormir. Se sentía atrapada en un rompecabezas donde cada pieza encajaba en una oscuridad aún mayor.
Se levantó de la cama, calzándose las botas en silencio, y salió al jardín trasero.
La bruma era tan espesa que apenas distinguía el sendero. Sin embargo, una figura se recortó entre la niebla: un hombre, alto y encorvado, caminaba lentamente hacia el bosque que bordeaba el río.
Laura dudó un instante. Luego, la curiosidad pudo más.
Lo siguió.
Cada paso que daba parecía ahogar el mundo a su alrededor. El sonido del agua del Toso era el único latido que persistía.
Cuando el hombre se detuvo junto a un viejo sauce, Laura se escondió tras un arbusto.
Lo vio cavar en la tierra húmeda, con desesperación, como buscando algo perdido hace siglos. Luego, la figura extrajo una caja de madera podrida.
Antes de que pudiera ver más, una mano ruda se cerró sobre su hombro.
Laura se dio vuelta, el grito atrapado en la garganta.
Era el capitán Salazar.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —siseó, su rostro endurecido.
Antes de que pudiera responder, ambos escucharon un crujido.
Cuando miraron hacia el sauce, la figura había desaparecido, dejando solo la caja, medio enterrada en el barro.
Editado: 07.05.2025