En la pequeña comisaría de Santa Elena, bajo la única lámpara que chisporroteaba en el techo, Salazar abrió la caja frente a Laura.
Dentro había objetos antiguos:
Un cuaderno manchado de humedad.
Una cadena de oro.
Y, entre todo eso, una fotografía desgastada.
Era Hernán Palacios. Pero no estaba solo.
A su lado, sonriendo, aparecían personas que Laura reconoció de inmediato:
doña Esther, don Benito el carnicero, y... el mismísimo capitán Salazar, aunque mucho más joven.
Laura sintió que el suelo se movía bajo sus pies.
—¿Qué significa esto? —susurró.
Salazar apretó la mandíbula.
—Hernán no murió por accidente —admitió, su voz rota—. Fue un error... un error que todos quisimos olvidar.
Antes de que pudiera explicar más, un golpe retumbó en la puerta principal.
Un papel fue deslizado por debajo:
"Lo que se entierra, vuelve. Lo que callen, lo pagarás."
El miedo, ahora, era un huésped permanente en Santa Elena.
Editado: 07.05.2025