La mañana siguiente al grito del río fue silenciosa. Demasiado silenciosa.
Las campanas de la iglesia no repicaron. El panadero no abrió su tienda. Y el río Toso, que solía murmurar todo el día, guardaba un silencio tan espeso como la niebla que se arrastraba por las calles empedradas de Santa Elena.
Laura se despertó sobresaltada. Tenía la garganta seca y un presentimiento amargo en el pecho. Bajó a la cocina de su abuela, solo para encontrar la mesa puesta… pero nadie allí.
—¿Abuela?
Nada.
La buscó por toda la casa hasta que encontró la puerta trasera abierta. Afuera, en el huerto, las huellas de barro marcaban un camino hacia el río. Laura las siguió con el corazón retumbando en las sienes.
No estaba sola.
A cada paso, sentía que algo o alguien la observaba desde entre los árboles, respirando con un ritmo que no era humano. Las huellas la llevaron hasta la orilla del Toso. Allí, tirado sobre una piedra cubierta de musgo, estaba el pañuelo bordado de su abuela… empapado en sangre.
Laura gritó.
A su espalda, un crujido. Se giró, lista para correr, pero lo que vio la dejó sin aliento: una figura encapuchada, de ropas mojadas y mirada vacía, estaba parada junto a la vieja cruz de madera que marcaba el límite entre el bosque y el río.
No dijo una palabra. Solo alzó una mano… y señaló el agua.
Laura dio un paso atrás. Pero antes de poder reaccionar, la figura se desvaneció entre la niebla como si nunca hubiese estado allí.
Al volver corriendo al pueblo, el mensaje ya había corrido por todas partes: Matilde Mendoza había desaparecido.
Y el río, una vez más, se había cobrado algo.
Editado: 07.05.2025