Santa Elena vivía en vilo.
La misa fue suspendida. La escuela cerró. Nadie salía sin mirar por encima del hombro. Todos recordaban ahora el funeral de Hernán Palacios.
Las prisas. Las miradas evitadas. El ataúd cerrado.
Y ahora los rumores tomaban cuerpo:
—Lo mataron.
—Él sabía algo.
—No fue el único.
Laura se reunía en secreto con Pedro y con Esteban, un joven bibliotecario que había heredado los diarios personales del antiguo párroco del pueblo, fallecido años atrás en circunstancias también turbias.
—Padre Luis dejó notas extrañas en sus diarios —dijo Esteban—. Mira esto.
Laura leyó una entrada fechada el 12 de noviembre de hace 23 años:
“Hernán vino a mí esta noche. Me habló del pacto. De los cuerpos. De los nombres. Le dije que debía denunciarlo, pero él tenía miedo. Yo también lo tengo. El mal aquí es viejo, y tiene raíces en el río. El Toso no olvida.”
Laura sintió que se le helaba la sangre. El párroco también sabía.
Y ahora estaba muerto.
Antes de irse, Esteban le entregó un sobre.
—Me lo dejó en custodia… por si algo me pasaba.
Dentro había una llave oxidada. En ella, una etiqueta:
“Bóveda. Cementerio.”
Laura no sabía qué encontraría allí, pero estaba decidida a llegar al fondo de todo.
Aunque eso significara remover más muertos de los que podía contar.
Y mientras en la plaza central una sombra se deslizaba tras el busto del fundador del pueblo, en la puerta de la iglesia alguien dejó otro mensaje clavado con una daga:
“UNO POR UNO. NADIE SALDRÁ LIMPIO.”
Editado: 07.05.2025