La llave oxidada en manos de Laura pesaba más que cualquier otra cosa que hubiese sostenido. Sabía que la única bóveda del cementerio de Santa Elena estaba clausurada desde hacía más de veinte años. Oficialmente, porque su estructura estaba dañada. Pero los ancianos del pueblo siempre murmuraban otra razón, una que nadie decía en voz alta:
“Ahí guardaron algo que no debía ver la luz.”
Laura fue de noche. Pedro la acompañó, aunque a regañadientes. La verja del cementerio chirrió como si se quejara del regreso de los vivos. Cruzaron entre lápidas mohosas, cruces torcidas y flores marchitas. La niebla del río parecía haberlos seguido hasta allí.
Encontraron la bóveda bajo una estatua de un ángel sin cabeza. El candado se abrió con un clic seco.
Dentro, el aire olía a tierra y humedad vieja. Bajaron por escalones de piedra hasta una sala circular. Las paredes estaban cubiertas de inscripciones: nombres, fechas, frases latinas. Pero lo que realmente los dejó sin palabras fue lo que había al fondo, bajo una lona cubierta de moho.
Pedro la levantó con manos temblorosas. Debajo, había tres ataúdes alineados… y uno vacío.
En los otros dos: huesos.
Laura iluminó con su linterna una placa de metal.
El nombre grabado la dejó sin aliento: Esther Montoya.
Una de las testigos del caso Palacios. Oficialmente, seguía viva y residía en el pueblo vecino.
—Esto es imposible… —murmuró Pedro.
Y entonces, una voz desde la oscuridad de la bóveda los paralizó.
—No debieron venir aquí.
Laura se giró, apuntando con la linterna. Una figura, encapuchada y con una máscara de cuero, se encontraba al pie de la escalera.
—Ahora los han visto —dijo, antes de desaparecer como una sombra.
Laura y Pedro corrieron hacia la salida, sin saber si esa advertencia era una amenaza… o una profecía.
Editado: 07.05.2025