Con ayuda de Salazar, Laura localizó a un hombre en los límites del pueblo: Don Ramiro, un viejo ermitaño que afirmaba haber sido testigo de la “última ceremonia verdadera”.
Lo encontraron viviendo en una cabaña oculta entre la niebla. Apenas los vio, murmuró:
—Ella… es la hija. El río la reclama.
Ramiro les mostró un altar de piedra escondido entre árboles retorcidos. Allí se realizaban los sacrificios antiguos. El río pasaba por debajo, conectado por canales subterráneos.
—Los cinco fundadores marcaron este pueblo. Pero uno de ellos rompió el pacto… El cuarto. No murió. Fue transformado. Y ahora solo una sangre pura puede sellar su condena.
Laura entendió lo que eso significaba. Ella era la sangre pura.
Salazar, aún renuente a lo sobrenatural, admitió lo evidente: el horror no era solo psicológico. Era real. Físico. Ritual.
Y quizás Laura debía enfrentar aquello para lo que fue engendrada… o todos en Santa Elena pagarían el precio.
Editado: 07.05.2025