Guiados por Eduardo y un mapa escondido en el Evangelio del Río, Laura y Salazar encontraron la entrada a una cueva oculta en los acantilados detrás del cementerio. Era la Cueva del Agua Rota, un santuario de piedra donde se realizaban los rituales finales.
Allí, el río Toso se bifurcaba y desaparecía en la roca, dejando una poza negra, turbia… y viva.
Laura entró sola. En el centro de la cueva, Andrés la esperaba, cubierto de barro, su rostro deformado por el odio y la tristeza.
—No tienes que hacer esto —dijo ella.
—Claro que no —respondió Andrés, con voz rota—. Pero tú sí.
Le reveló que no buscaba venganza, sino redención. Había intentado envenenarse tres veces. Había querido entregarse. Pero el río… siempre lo devolvía.
—Tú puedes terminar esto. Pero debes elegir.
De una bolsa de cuero, sacó un cuchillo de obsidiana. Se lo tendió a Laura.
—Mátame. Con este. En el corazón. Solo así el río nos soltará.
Laura temblaba. No era solo una decisión moral. Era un legado familiar. La última elección.
Y el río, en la oscuridad, parecía susurrar su nombre.
Editado: 07.05.2025